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Arte
'100 pasos'. Juan Ángel González de la Calle. Galería Birimbao (Alcázares, 5). Hasta el 9 de junio
Esta exposición de Juan Ángel González de la Calle (Jerez de la Frontera, 1956) tiene un título enigmático: 100 pasos. Con él alude a un peligroso animalejo, la víbora llamada Deinagkistrodon, afincada en el sureste de Asia, cuya mordedura es tan tóxica que quien la sufre sólo podrá dar cien pasos antes de morir. González de la Calle propone así, no sin sorna, un tiempo fronterizo, tal vez el de un panorama urgente de la propia vida, a punto de llegar a su punto final, o quizá a un apresurado ceremonial de bien morir. Sea cual sea su intención, los cuadros ofrecen una intensidad de la bella apariencia, un derroche de sensualidad, como veremos enseguida.
Los grandes narradores, al describir estados del mundo o contar historias, incorporan rasgos que agitan, sorprenden, conmueven y, en suma, despiertan la imaginación. Lo hacen de modo que esas inclusiones, marginales o arbitrarias en apariencia, modelan aspectos del relato que el lector descubrirá en su momento. Es éste uno de los valores de la imagen. El escritor novel o inexperto introduce también rasgos brillantes y aun ingeniosos, pero suelen ser con frecuencia tan ocurrentes como gratuitos porque más que con la lógica del texto, tales añadidos tienen que ver con el afán de desahogo o lucimiento del escritor.
Creo que aquí está la diferencia entre lo ornamental y lo meramente decorativo. El ornamento es parte integrante de la narración o la descripción, mientras lo decorativo es sólo un destello, brillante, a veces, pero siempre carente de raíces. Creo que estos trabajos de González de la Calle se inscriben plenamente en las claves del ornamento, señale éste el bajo continuo que acompaña al conciso panorama de la propia vida o acompase el pretendido ritual fúnebre.
Veamos, por ejemplo, la pieza titulada Cien pasos II. Es una explosión de flores disparadas a lo alto, sus colores compiten con las nubes de algodón de un consistente cielo azul. Las flores parecen situarse en clara oposición a la vanitas: hacen brillar la fuerza y sensualidad de un presente que pasará, sí, pero no se perderá su instante de gloria.
Otras obras optan por el humor. Así, Cien pasos XXVIII. Sobre un papel de pared con flores pintadas (¿un recuerdo del autorretrato de Gauguin?), una cornucopia pretenciosa y ante ella un pingüino. Hay en el cuadro rasgos del llamado objeto propiamente surrealista cuya nota distintiva era reunir en la misma imagen figuras contradictorias. A esa alusión a la historia del arte, sin embargo, se sobrepone la mirada irónica a interiores pretenciosos que, sin embargo, terminan anclados a la orilla del mal gusto, del kitsch.
También da que pensar Cien pasos XXIX. Es una habitación de alto techo, inundada de reflejos de luna que parece escapada de alguna mansión de un filme de Hollywood pero hay en ella dos rasgos inquietantes: una hiena manchada, que más que adorno o trofeo parece habitante, y la planta del centro de la mesa: depositada aparentemente en un jarrón, parece en rigor surgir de un conducto que se pierde en el suelo de la habitación. Se genera cierto vértigo: pagados y orgullosos como estamos de ser civilizados, tropezamos de repente con una naturaleza que sigue maquinando desde nuestros desconocidos subterráneos.
Los dos últimos cuadros citados son transformaciones de un género tradicional, el interior. Hay otro, igualmente misterioso, Sin título, que quizá evoque la pintura sacra. Es la imagen de un retablo barroco, alemán o italiano, cuyas figuras centrales están veladas. Conectando con los de las nubladas figuras del camarín aparecen los colores de las tres esferas de los muones, la partículas elementales que no se integran en ningún átomo sino aparecen en la radiación cósmica. Las tres esferas están muy cerca de aquellas bolas del mundo que aparecían en las manos de algún santo o de la divinidad. El cuadro no forma parte de la serie Cien pasos pero prolonga sin duda sus ecos.
Otras dos piezas, separadas también de la serie y fechadas en 2021 se antojan evocaciones del paisaje. En una de ellas, con tonos tropicales, el color se une a veces a la figura pero otras veces se queda en manchas flotantes de indudable eficacia. En la segunda obra, una mesa y dos sillas cercanas al primer plano terminan deshechas literalmente por una marea verde que atraviesa el cuadro. ¿Puede ser una meditación sobre la ilusoria condición del espectador que poco a poco pasa del equilibrio del observador a perderse en el impulso pasional de la naturaleza?
La muestra es, en suma, un alegato a favor de la apariencia. La racionalidad occidental sólo ve en la apariencia un reclamo para ir a la presumible esencia, pero ¿no sería mejor ver en la bella apariencia una invitación a repensar nuestra sensualidad? Tal vez sea esto lo que propone el artista.
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