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Cultura

Un año sin Juan el Camas

  • Ayer se cumplió un año de la infeliz desaparición del cantaor camero, del que ahora edita Universal sus grabaciones de 1972 junto a Ramón de Algeciras

Ayer se cumplió un año de la infeliz desaparición de Juan López Romero Jiménez, Juan el Camas (Camas, 25 de febrero de 1928 - Sevilla, 4 de agosto de 2008), conocido también en sus primeros tiempos como Chiquito de Camas. Un cantaor que era un mito por su fidelidad a otro tiempo o, lo que es igual, por su fidelidad a él mismo. Su contribución más perdurable, a nivel técnico, es su fandango. En la línea melódica y emocional de los terribles fandangos sevillanos de trueno, desde el Calzá al Bizco Amate. También radical en sus letras: es sorprendente escucharlo en estas grabaciones que hizo en 1972 para Universal (la Philips de entonces), si tenemos en cuenta que estábamos en el último, pero todavía feroz en su represión, franquismo. Juan nos habla en sus fandangos de mujeres de la vida, de hombres violentos, de nocturnidad, de amigos falsos, de esposas desafectas e infieles, hipócritas religiosos, delincuentes arrepentidos, desengañados, cornudos, alcohólicos, mujeres enlutadas, presos condenados a muerte, amores frustados, novios de la muerte, naufragios reales y personales y hasta alguna proclama feminista. De mentira, de fealdad. De verdad. De sus experiencias en la legión y en la calle. De su vida. Juan convertía lo feo en hermoso, las desigualdades sociales en melodía, la explotación y la fatalidad en belleza. Claro que se trata de una belleza atroz. No estamos ante Valderrama o Marchena. Claro que se trata de una belleza insoportable. Pero es una belleza que nos habla de lo más íntimo del ser humano, de la muerte que trabaja en su seno desde el nacimiento, en colaboración, en ocasiones, con nuestros semejantes.

Este profundo humanismo, fatalista y hasta socarrón en ocasiones, es la mejor herencia del Camas, a un año de su desaparición. Porque, es cierto que el cantaor dejó un fandango propio. Pero tal vez resulte más perdurable su actitud de rebeldía ante las convenciones, ante la sociedad franquista primero y capitalista siempre. El Camas inventó un fandango valiente y radical, insoportable, que es el palo flamenco de posguerra. El cante de las tabernas y de las madrugadas. El cante de los que no podían soportar el dolor y la muerte de cada día, y trataban de exorcizarlo cantando verdades en un mundo de pega, el de la dictadura franquista. El Camas se nos presenta en su fandango como discípulo aventajado de un Bizco Amate: es sin duda, y pese (o gracias) a su carácter libérrimo y creativo, su discípulo más fidedigno. Un cante roto, cuya humana intensidad lo sitúa más allá de la música y de la poesía, en los tuétanos mismos de lo humano. Del arte. El Camas se queja sin pensar. Se arroja en los tercios sin temor a la muerte. Su voz dulce contrastaba con la energía que imprimía a su cante, así como con la temática dura de sus letras. Una voz dulce, sí, pero al mismo tiempo desgarrada, en carne viva, y ésa es su cualidad artística más destacada, su exterior dulce, aplomado, e interior devastado, emocionalmente huérfano: de ahí que todos los huérfanos, que somos o seremos, nos identifiquemos con su arte. Su voz es un grito de protesta, destemplado pero dulce. Por todo ello, su fandango es uno de los más populares, gracias también a su amistad con Camarón de la Isla, que popularizó este cante entre sus seguidores. También Chocolate o Fernando de la Morena interpretaron sus cantes, hoy vivos en voces tan ensoleradas como la del Capullo de Jerez.

Registró su fandango en 1972 con la guitarra de Ramón de Algeciras, uno de los grandes guitarristas de nuestro tiempo, fallecido también hace poco, el 19 de enero pasado. Son los cantes que ahora se reeditan coincidiendo con el primer aniversario de su muerte. Juan se inició como artista flamenco con tan sólo 9 años de edad, dadas su facultades vocales portentosas, para enrolarse poco después en las compañías de Pepe Pinto, Antoñita Moreno y Pepe Marchena. Luego se cansó de la vida de artista profesional, y vivió a su manera, fijando residencia durante años en Cataluña, o en el local que su cuñado Paco Lira regentaba en Sevilla, La Carbonería. Juan era un hombre de una presencia física contundente, que contrastaba con la ligereza pinturera de su fandango.

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