Muere Juan Marsé

El aullido azul

  • Marsé cultivó un realismo complejo y ambicioso y centró su interés en las formas en que la memoria toma cuerpo

Juan Marsé, en una imagen de 2016.

Juan Marsé, en una imagen de 2016. / Quique García / Efe

Al comienzo de Si te dicen que caí, al describir su barrio, Marsé habla de solares ruinosos y geranios rotos, del vago ejército de los afiladores, con su silbo agudo y misterioso, de "un remoto espejismo traspasado por el aullido azul de la verdad". Luego, en el prólogo añadido a la novela, Marsé definiría su técnica como una forma de recuperar la niñez a través de la literatura oral, de ciertas formas de memoria popular, acaso más profundas y sin duda más perdurables que la verdad oficial. Como ya sabrá el lector, la verdad oficial, entonces, era aquella verdad destilada por un franquismo de postrimerías. Aún así, lo que Marsé ofrece era, no tanto una "contraverdad", opuesta a la del Régimen, como una verdad mítica y sentimental, la verdad contradictoria y honda y volandera de la que se nutre el imaginario infantil, para fosilizarse luego en los cuévanos del alma adulta.

Quiere esto decir que Marsé practicó un realismo poco o nada lineal, que centró su interés en las formas con que la memoria toma cuerpo y se alimenta. Desde luego, esto equivale a destacar que Marsé es el narrador de cierta posguerra barcelonesa, que concierne a la generación de sus padres (la orfandad de Marsé es otra cuestión que no tiene cabida en estas apresuradas líneas); pero equivale también, y de modo expreso, a decir que Marsé es el historiador de unas formas concretas de almacenamiento, en que aquel infortunio se transmitió a las generaciones siguientes. Esta finísima conciencia del idioma y de sus mecanismos, este volcarse del escritor sobre las vías –el relato oral, los cómics, el huecograbado, la añosa prensa de la anteguerra, hacinada en alguna trapería– en que los hechos se traducen o no en memoria viva; este trasfundir el testimonio de los combatientes, vencedores y vencidos, al particular dialecto de sus hijos, es lo que convierten a Marsé en un realista mucho más complejo y ambicioso. Digamos, en cualquier caso, que el rubro de realista se toma aquí en su sentido más lato, apeándolo, eso sí, de su dos peligros más obvios: de su improbable fidelidad y de su ambición acusatoria. Pero digamos también que dicha realidad viene recogida del único modo que resulta posible al ser humano: subjetivamente. Y ello pronunciando el filtro de lo subjetivo, para que aquel mundo fantasmal, la Barcelona de los 40-50, hoy reabsorbido en la nada, centellee ante nuestros ojos como fruto ilusorio de la ardua hechicería del escritor.

En la obra de Marsé se recoge, por tanto, una parte sustancial y amarga de la memoria española de posguerra. Pero todo ello está hecho de un modo cruel y paradójico. En la novelística de Marsé, el novelista es a un tiempo el entomólogo, la aguja y el insecto. Ninguno de ellos saldrá indemne de esa operación en carne viva que pretende encapsular la memoria y datar sus mecanismos. Ahí, el dolor es quien rige, al cabo, la mano del escriba. Y de ese dolor ha hecho su literatura. Una sólida y solvente literatura del yo, que se deslíe en numerosos yoes, los cuales se toleran y rebaten amistosamente. El yo que murió ayer era un niño llamado Juan Marsé, hijo notabilísimo, conmovedor y adusto de Barcelona.

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