Avatar, el sentido del agua | Crítica

Nunca pompas de jabón dieron tanto dinero

'Avatar, el sentido del agua'.

'Avatar, el sentido del agua'. / D. S.

El caso de James Cameron es único por dos razones. La más poderosa es que es el único director que ha logrado colocar dos películas entre las diez más taquilleras de la historia –Avatar encabezando la lista y Titanic en tercer lugar-, el único que logra mantenerse solo perdiendo una posición en la lista de las diez más taquilleras por ajuste de inflación que sigue liderando Lo que el viento se llevó, campeona imbatible desde 1939, seguida de Avatar, ahora en segundo lugar, y Titanic, que sigue ocupando el tercer lugar, y el primero que batió el récord de superar, con Avatar, la mayor recaudación en menos tiempo: mil millones de dólares a los 19 días de su estreno y dos mil a los 47 días. Las listas de las mejores películas de la historia del cine las establecen los críticos, los historiadores y los cineastas -y las de Cameron nunca figurarán en ellas-, pero la de las películas más amadas la escribe el público votando en taquilla. Y en esta lista Cameron es imbatible.

La segunda razón que hace único a este director es que se trata de un autor en el sentido clásico del término -controla absolutamente sus películas y posee un universo temático y un estilo (o más bien técnica) personales- que rueda gigantescos artilugios huecos, con la desconcertante tendencia de ir a peor de película en película, cuanto más dinero gana y por lo tanto más medios y libertad tiene: sus películas de entre 1984 y 1994 –Terminator, Aliens: el regreso, Abyss (su único fracaso en taquilla), Terminator 2: el juicio final y Mentiras arriesgadas- son mejores que las dos únicas rodadas a partir del bombazo de Titanic en 1997: Avatar en 2009 y la secuela ahora estrenada, dedicándose en estos años sobre todo a documentales sobre su obsesión submarina (y la necesaria creación de cámaras e ingenios para descender a profundidades abisales) y series de televisión, además de la exploración digital. Con esta desconcertante tendencia a ir a peor cuanto más éxito tiene ha logrado que Avatar: El sentido del agua sea peor y más aburrida que Avatar, lo que sin lugar a dudas es todo un logro.

Diez años después de los sucesos de la primera película Jake, Neytiri y sus hijos han de huir porque reaparece Quaritch, renacido como un Na’vi con cara de Schwarzenegger cabreado y peores modales cuarteleros de sargento matón que el instructor Hartman de Chaqueta metálica. Se exilian en un paraíso de Na’vis acuáticos al que, lógicamente, llegarán los malos. Las tres horas y cuarto que dura la película ofrecen una primera hora entretenida gracias a los desafueros del comando de Quaritch, una hora y media plúmbea en la que se nos cuenta cómo se adapta la familia prófuga al mundo acuático con un tufo cursi muy a lo El lago azul y un fin de fiesta que remonta algo gracias a la nueva aparición de Quaritch, cuyas burradas son lo único que da vidilla a la película. Los hallazgos técnicos son apabullantes. Tanto que a Camaron parece que le sobran el guión -líneas de diálogo incluidas-, la narrativa y los personajes. Todo es de una pobreza desarmante en medio de tanta riqueza tecnológica.

Puede que su éxito, como el de la entrega anterior, tenga que ver con ciertas carencias. Quizás ofrezca filosofía a quienes desconocen la filosofía (con frases profundas, aunque, eso sí, rebosantes de lógica, como "todo lo que tiene un comienzo tiene un final"), religión a quienes carecen de ella o siquiera de un cierto sentido de lo sagrado (empieza y termina pasando las cuentas de una especie de rosario y establece discursos sobre la vida y la muerte con cierta intención consoladora), mitos para quienes no frecuentan mucho los clásicos grecolatinos y épica para quienes no conocen más Homero que papá Simpson. Dado que la filosofía, la religión, los mitos y la épica tienen su importancia para encajar en la realidad e interpretarla, Avatar primera y segunda las ofrece en cápsulas descafeinadas envueltas en celofán de super espectáculo digital atronador visual y sonoramente con mensaje ecologista. La música de Simon Franglen, programador de sintetizadores, productor y compositor que trabajó con el fallecido James Horner, compositor de confianza de Cameron, y por ello su heredero, parece escrita por una de sus computadoras con piloto automático.

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