Un breve y modesto camafeo
Cómo empecé a escribir ficción | Crítica
El Paseo publica, en edición de Gonzalo Torné, Cómo empecé a escribir ficción (Diarios de una novelista) de George Eliot, obra donde se recoge el pormenor literario y la varia expresividad romántica de la escritora británica.
La ficha
Cómo empecé a escribir ficción. George Eliot. Edición de Gonzalo Torné. El Paseo. Sevilla, 2025. 144 págs. 21,95 €
George Eliot, nacida como Mary Ann Evans, firmó bajo ese nombre la totalidad de su obra, a cuyo interés literario se sumaba el de averiguar quién vivía oculto tras aquel nom de plume. Tampoco por el retrato al oleo del suizo Durade, ejecutado cuando la Eliot contaba treinta años, podemos saber quién era Mary Ann Evans. Pues no es solo un mero embellecimiento de la retratada, sino la propia morfología de sus facciones, aquello que nos disuade de emparentarla con sus fotos. En esta selección de sus diarios llevada a cabo por Gonzalo Torné, sí cabe encontrar, como en un modesto camafeo, el gesto vital de la escritora. Y aún más: cabe encontrar, porque ella así lo cuenta, el modo en que aquella muchacha provinciana y solitaria de las Midlands se acuña a sí misma como artista.
En Eliot hallamos tanto la atención al paisaje como su transpiración subjetiva
Son varios, pues, los factores de interés que aquí hallará el lector, tanto si conoce la obra de Eliot (Middlemarch, Silas Marner, El molino del Floss...), como si su única aproximación a la autora es esta que ahora glosamos. Ya sea en su faceta de escritora profesional, embozada tras un nombre masculino; ya sea en su función de viajera, de paisajista, de observadora perspicaz, de testigo minucioso y aflictivo de una hora del mundo (son muchas las entradas de este diario donde es el dolor, la enfermedad, la desazón, quien cobra un insidioso protagonismo), la escritura de Eliot arroja un notable interés, tanto por la pulcra e incisiva forma de abocetar cuanto ve, como por el propio mundo en torno que describe. A ello debe añadirse una peculiaridad de las literaturas del norte, vinculada al paisajismo de los Países Bajos. En efecto, esa precisa atención al clima y a la descripción literaria de cuanto se observa, la encontraremos luego en abundancia a partir del XVIII, con llamativas excepciones como Rousseau. En Eliot, hija ya del mediodía decimonono, hallemos tanto la atención al paisaje como su transpiración subjetiva. Esto es, nos encontraremos con una abundante lirificación del mundo externo.
Hay también, vinculado a este modo de consignación, dos fenómenos muy acusados en esta obra: una es la literatura viajera que se desprende de su estancia en Alemania. Otra es la literatura de “salón” que ello comporta de algún modo. En el caso concreto del viaje a Alemania, debe recordarse un hecho cultural de enorme relevancia, como fue el vínculo establecido entre las culturas alemana e inglesa, bien como forma de sortear la hegemonía cultural francesa, bien como forma de conjurar y asimilar la cultura clásica. Esta hermandad establecida entre ingleses y alemanes, por encima del influjo galo, queda reflejada en estos diarios, donde además se fija la práctica de los salones germanos, en los que aún se recuerda a Goethe. En uno de esos pasajes, Eliot describe una interpretación al piano de Franz Liszt, y se admira de la dificultad de captar la expresión del compositor cuando ejecuta su música. “¿Es posible que ningún pintor haya podido representarle cuando ejercita su magia?”. Según Eliot, solo Scheffer, amigo de Liszt, había obrado ese pequeño milagro. Sin embargo, es el hecho de considerar la música como un sortilegio lo que nos inmergerá, eficazmente, en aquella hora romántica.
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