Brujas (la muerta) | Crítica

El demonio de la analogía

  • Firmamento recupera la hermosa y crepuscular novela de Georges Rodenbach, cumbre de la narrativa simbolista, en una nueva traducción de Cristian Crusat

Georges Rodenbach (Tournai, 1855-París, 1898) retratado (1895) por Lucien Lévy-Dhurmer.

Georges Rodenbach (Tournai, 1855-París, 1898) retratado (1895) por Lucien Lévy-Dhurmer.

Adscrito al grupo de La Jeune Belgique, al que pertenecieron Verhaeren o Maeterlinck, y cercano en su etapa parisina a otros escritores o artistas como Mallarmé u Odilon Redon, Georges Rodenbach fue uno de los más claros referentes del simbolismo por la época en que el difuso movimiento, considerado por algunos estudiosos como el punto de partida de las vanguardias, aunque tuviera también algo de restauración tardorromántica, convivía con los estetas decadentes en un fin de siècle que proyectó su influencia en toda la cultura europea. Aunque autor de otras obras menos difundidas, el poeta y narrador belga debe su ascendiente a una novela, Bruges-la-Morte –publicada por entregas en 1892, en las páginas de Le Figaro, y ese mismo año en volumen– que tuvo una enorme repercusión entre sus contemporáneos, siguió siendo ampliamente leída en las primeras décadas del siglo XX y no ha dejado de ser citada como el perfecto paradigma de la estética simbolista, a cuyo imaginario contribuyó de forma decisiva. Podemos acceder o volver a ella gracias a la nueva edición de Firmamento, que recupera este libro emblemático en una cuidada traducción de Cristian Crusat.

Las imágenes reproducen escenarios de la ciudad del Ochocientos

Descrito en pocas palabras, el argumento de Brujas (la muerta) narra la historia de Hugues Viane, que tras la dolorosa pérdida de su mujer se ha instalado en la ciudad flamenca para llevar una vida consagrada a su recuerdo, rodeado de los objetos que le pertenecieron. Un día conoce a una vedette, llamada Jane, que guarda con aquella un inquietante parecido y hechizado por el misterioso estímulo intenta recobrar la plenitud arrebatada. Pero más que la trama en sí, cargada de tintes melodramáticos y no exenta de figuras estereotipadas –el viudo desconsolado e inconsolable, la bailarina casquivana, la sirviente leal pero escrupulosa, las viejas murmuradoras–, es la atmósfera de la novela, su prosa evocadora y el trasfondo lírico y programático que encierra, lo que le da una contextura única, reforzada por las treinta y cinco imágenes que acompañaron la publicación original, tanto en la edición seriada como en el libro, y son ya inseparables de la lectura, como contrapunto o narración paralela. Del mismo modo que los edificios en el agua de los canales, el "vacío sin transeúntes" del que habla el narrador, y el aire crepuscular del relato, se reflejan en las fotografías espectrales que reproducen escenarios –casi sin presencia humana– de la ciudad de finales del Ochocientos.

Brujas es, en palabras de Rodenbach, el "personaje esencial" de la novela

Brujas es, de hecho, en las palabras preliminares del propio Rodenbach, el "personaje esencial" de la novela, "asociado a distintos estados del alma". Y la imagen especular, recurrente en el texto o asimismo en las imágenes, está en el centro de la poética simbolista, expresamente invocada cuando el narrador habla del "indefinible poder de la semejanza", definida como un "sentido suplementario, frágil y delicado, que vinculaba las cosas entre sí mediante mil sutiles apéndices". El protagonista ha elegido languidecer en la ciudad "vetusta", en otro tiempo bullente y ahora mortecina, habitada por gentes provincianas de costumbres piadosas y moral estrecha entre quienes crece "la hierba de la maledicencia". El frío paisaje refleja el interior del hombre y a la inversa, este busca asimilarse a él: "¡mudas analogías, recíproca penetración del alma y las cosas! Nos introducimos en ellas y, simultáneamente, ellas entran en nosotros". En otro momento, anticipando la tragedia, ha hablado del "demonio de la Analogía".

En muchos momentos la narración se asemeja a un poema en prosa

Durante cinco años, resignado a un "otoño precoz", Hugues ha penado por una "Ofelia difunta" a la que veneraba sin descanso –"su dolor se había convertido en su religión"– y la insospechada aparición de Jane, "recuerdo viviente" de la amada, aunque da lugar a "fúnebres y violentos deleites", no pone fin a su culto fetichista. Presa del "embrujo", mantiene una devoción obsesiva –"el amor, como la fe, se alimenta de pequeñas liturgias"– que linda con la herejía, al tiempo que cede al "mórbido deseo" y pasa a ser motivo de escándalo. Para las beatas beguinas, para los que siguen sus pasos ocultos desde las casas, se ha transformado en un libertino de costumbres abominables. En cierto modo, la narración es también un relato fantástico, a cuyo desenlace no es ajena la trenza que el viudo conserva como reliquia en una urna, pero en muchos momentos se asemeja sobre todo a un poema en prosa, un hermoso poema que transmite mejor que cualquier tratado el cruce de caminos en el fin del siglo.

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