Chevreuse | Crítica

El arte de callar

  • La nueva novela de Patrick Modiano recupera al personaje de Jean Bosmans para volver a recrear los fantasmas de un pasado que nunca muere del todo

Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945) en su apartamento de París.

Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945) en su apartamento de París.

Suele decirse que todos los libros de Modiano son variaciones de un mismo tema al que su autor va añadiendo sucesivos asedios, partes de una obra mayor que evoca un mundo y a la vez compone un autorretrato, pero hay algunas entre ellas que apuntan más claramente en esta última dirección y es sin duda el caso de la más reciente. Chevreuse tiene como protagonista a Jean Bosmans, ya conocido por novelas anteriores como El horizonte, una especie de trasunto o alter ego de Modiano que está igualmente obsesionado por el pasado y se consagra a explorarlo en una indagación incesante, con razón asimilada al proustiano ejercicio de la evocación –"en busca del tiempo perdido", dice literalmente el narrador– aunque en muy distinto registro. Y no faltan otras referencias o guiños metaliterarios que refuerzan la idea de pertenencia a un ciclo del que todos los desarrollos serían piezas autónomas, pero vinculadas por una red de motivos recurrentes. Del magisterio de Modiano, de su inagotable capacidad para ganarse una y otra vez a los lectores familiarizados con su literatura, da cuenta el hecho de que todo suene consabido y al mismo tiempo nuevo.

El recorrido avanza o retrocede hasta abarcar más de medio siglo

Presente desde el título, el valle de Chevreuse señala el centro fundacional de un recorrido –el otro se localiza en el barrio parisino de Auteuil– que avanza o retrocede hasta abarcar más de medio siglo, vinculando la niñez a finales de los cuarenta y las persistentes conexiones de ese pasado remoto con las vivencias de mediados de los sesenta y algunas otras de décadas posteriores, en las que vuelven a reaparecer los viejos fantasmas –"como chantajistas"– y los secretos inconfesables, conforme a una cronología imprecisa de la que se revelan sólo algunos episodios. "Todos los puntos de referencia se habían borrado con el tiempo, de forma tal que esos acontecimientos, vistos a tanta distancia, le parecían simultáneos, e incluso acababan por mezclarse, igual que fotos diferentes que alguien hubiera mezclado mediante un proceso de sobreimpresión". El no casual viaje a los orígenes de un Bosmans todavía veinteañero, acompañado de dos amigas, Camille "Calavera" y Martine Hayward, lo lleva a revisitar la casa donde pasó su primera infancia –con "una joven que hacía las veces de aya"– y fue sin saberlo testigo incómodo, a ojos de inquietantes personajes que no han dejado de seguirle el rastro, "gente poco recomendable" como Guy Vincent o su socio Michel de Gama, cuyas actividades se remontan a los años negros y continuaron gracias a una red de oscuras complicidades.

Modiano combina la transparencia de la prosa y una veladura de fondo

"Cuántos nombres no tendré guardados...", leemos en el epígrafe de Rilke con el que se abre la novela, sugiriendo esa constelación de palabras semiolvidadas que son como "voces de ultratumba" y valen por claves de acceso a los estratos antiguos, si procedemos "como los arqueólogos que acaban por sacar a la luz toda una ciudad sepultada". Una melodía de Serge Latour, el título de una película italiana, la imagen de un reloj americano con múltiples esferas, un mechero perfumado o una brújula, detalles mínimos y aparentemente insignificantes, obran como inductores de recuerdos o "destellos de recuerdos" que salen a flote después de una "larga temporada de hibernación". Las meras menciones tienen la virtud de despertar a quien las escucha de un "prolongado sueño", o de esa zona fronteriza en la que nos desenvolvemos como sonámbulos, pues la memoria sólo se recupera a retazos, "igual que la corriente arroja cúmulos de algas en descomposición". Y es más importante lo que no se dice, lo que sólo queda insinuado. Clara pero esquiva, la reticente escritura de Modiano combina la transparencia de la prosa y una veladura de fondo. Podemos llamarlo elipsis o "arte de callar", como en el título de la clásica obra del abate Dinouart, aquí expresamente homenajeada, pero también cabría hablar de una "gran aptitud para el silencio", como dice el narrador de Camille.

La novela refleja también el nacimiento de la vocación de escritor

"Y, al no poder volver a vivir el pasado, para enmendarlo, la mejor forma de convertirlos [a los fantasmas] en inofensivos y mantenerlos a distancia sería metamorfosearlos en personajes de novela". Es lo que hace el narrador en las páginas de Chevreuse, que reflejan también el nacimiento de la vocación de escritor y el sustrato autobiográfico en el que se asienta, en una especie de desdoblamiento donde los planos se mezclan y confunden, dejando la sensación –reiterada en varios momentos– de una vida detenida o en suspenso. La imagen del final, que como de costumbre no es concluyente, lo expresa con admirable nitidez: "Un avión resbalaba en silencio por el azul del cielo y dejaba tras de sí una estela blanca, pero no se sabía si se había perdido, si venía del pasado o si, antes bien, regresaba a él". Modiano en estado puro.

Los autores de 'Muñequita rubia', retratados por Le-Tan. Los autores de 'Muñequita rubia', retratados por Le-Tan.

Los autores de 'Muñequita rubia', retratados por Le-Tan.

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