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La tierra prometida | Crítica

El señor de las patatas

Mads Mikkelsen en una imagen del filme de Nikolaj Arcel.

Mads Mikkelsen en una imagen del filme de Nikolaj Arcel.

Buscando ese aliento clásico del western de venganza trasplantado al páramo danés en pleno siglo XVIII, el nuevo filme de Nikolaj Arcel (El juego del rey, Un asunto real, La torre oscura), de nuevo en la siempre segura compañía del guionista Anders Thomas Jensen, no evita empero que su potencia dramática, siempre forzada hasta el límite, tenga resonancias en el presente y sus discursos.

Con su cara marcada y un cuerpo en el que pesan los golpes de un pasado militar, Mads Mikkelsen interpreta aquí a un empecinado servidor del rey dispuesto a conquistar y labrar un terreno en la planicie que todos dan por estéril, propósito obsesivo en el que volcar su soledad y obtener un reconocimiento que la condición de bastardo y la propia vida le han negado hasta entonces. En su propósito se encuentra con múltiples oposiciones más allá de la dureza del terreno, sobre todo la del señor dueño de las tierras que, trazado como malo malísimo y antagonista sádico de manual, le hará la vida imposible a cada pequeño paso hacia sus objetivos.

Arcel saca rédito del paisaje natural y de la estupenda fotografía de Rasmus Videbæk, ensucia de barro y sangre a sus personajes y parece regodearse siempre en la crueldad propia de tiempos aún no civilizados. Empero, también se abre hueco en su película el guiño contemporáneo a la diversidad, la lucha de clases, la tolerancia o el amor romántico como gestos que salvan y ennoblecen aún más a nuestro héroe moral y que sitúan esta Tierra prometida en un plano de lectura netamente actual a pesar de su aparente fidelidad realista a las dinámicas del género y de la época que retrata.