El segundo largo de Marta Díaz (Mi querida cofradía) asume sin disimulo alguno, por momentos casi en el límite del plagio, la herencia almodovariana en el perfil y la tipología de sus personajes femeninos o en el cruce entre el melodrama y la comedia costumbrista en su historia de secretos y rencillas familiares.
El problema llega cuando al evidente homenaje, añádanle la paleta de color, el diseño de créditos o la música que copia descaradamente a Iglesias, le falta lo esencial, a saber, hacer que ese encuentro de criaturas y elementos dispersos se ensamble en el tono o el ritmo precisos para que todo funcione con naturalidad más allá del mero pastiche de segunda mano.
Las dos hermanas maduras (Muñoz e Irureta) enfrentadas por un secreto (previsible) del pasado y las dos chachas (Flores y Aniorte) con gracejo popular que se hacen cargo de sus nietos y buscan conciliar las distancias, intentan conformar en vano un cuadro de sororidad intergeneracional e inter-clases que no encuentra nunca el encaje entre el continuo vaivén entre tramas que se cortocircuitan entre salidas de tono dramático, la caricatura de la familia burguesa (con hombres desaparecidos o menguados y nueras insufribles) o estampas de bloque de vecinas metidas con calzador.
Por último, y no menos importante, Díaz olvida que la esencia almodovariana también se fragua en la eficacia narrativa, una buena dirección de actrices y una búsqueda de soluciones de puesta en escena que aquí brillan por sus carencias o directamente por su ausencia.