Que nadie duerma | Crítica

Un 'Taxi driver' para Malena Alterio

Malena Alterio en una imagen de 'Que nadie duerma'.

Malena Alterio en una imagen de 'Que nadie duerma'.

Una música obsesiva acompaña una escena cotidiana en el arranque de este filme: una mujer charla con una amiga en la terraza de bar mientras la cámara realiza un zoom lento sobre ellas.

La inestabilidad y el desconcierto se instalan desde el primer momento en esta adaptación de la novela homónima de Juan José Millás, la segunda reciente después de No mires a los ojos, que pone al espectador sobre alerta al tiempo en que lo invita a acompañar sin descanso a su protagonista, una informática que decide emprender una nueva etapa como taxista tras perder su trabajo mientras cuida de su padre enfermo.

También pronto se produce el encuentro con un misterioso vecino actor que escucha el Nessum Dorma de Puccini a todo volumen. Se desata entonces una obsesión que libera y desinhibe a nuestra protagonista hacia la fantasía romántico-sexual.

Con estos mimbres, abierta siempre a una deriva incierta de acontecimientos y encuentros inesperados, Que nadie duerma fluctúa entre el retrato costumbrista y el extrañamiento, entre lo real y lo soñado, con una firme convicción en la capacidad de Malena Alterio para arrastrarnos a su terreno, su errático comportamiento y su particular y distorsionada mirada a lo que le rodea.

Méndez Esparza (La vida y nada más, Courtroom 3H) juega las bazas del naturalismo siempre contrapuntuado por la inquietante música de Zeltia Montes en un viaje hacia el solipsismo y las proyecciones mentales que transfiguran lo real en un relato siniestro y de tinte criminal, gran reto de un filme cuya deriva y ambigüedad desafían toda expectativa a pesar de ir dejando por el camino algunas pistas para atar los cabos.