No se le podrá negar ambición épica o sentido clásico de la aventura exótica al cine de Salvador Calvo, que después de revisitar el pasado bélico colonial español con 1898. Los últimos de Filipinas y acompañar el éxodo migratorio africano en Adú, viaja ahora hasta el Norte de la India, en la frontera con el Tíbet y el Himalaya, para seguir a una pareja y su hijo en un periplo turístico-montañero que deviene drama y viaje espiritual de redención.
Si en la primera parte todo discurre con anodina normalidad entre diálogos y situaciones banales y los paisajes espectaculares de fondo, un trágico acontecimiento (anunciado) lleva el filme hacia otro lugar y tono, ahora en un monasterio aislado entre valles, donde nuestro protagonista trata de recuperarse físicamente y recomponer las mucho más dolorosas y pesadillescas heridas del duelo y la culpa.
Valle de sombras se detiene entonces hasta lo exasperante en el entorno budista, demasiado ensimismada con sus dinámicas y sin hacer avanzar el relato. Para cuando decide retomar el impulso, ya en el viaje de regreso (también anunciado), todo se sucede con prisas, escaso sentido del tiempo y el peligro y sin que haya calado realmente esa gran transformación que el personaje de Miguel Herrán (limitadito para la tarea) ha estado gesticulando y susurrando en voz alta en cada diálogo (en inglés o español, que por allí también lo hablan) con sus salvadores y protectores.