Un amor | Crítica

Bailar entre las ruinas

Laia Costa y Hovik Keuchkerian en una imagen de 'Un amor'.

Laia Costa y Hovik Keuchkerian en una imagen de 'Un amor'.

Acudimos al amigo Garmendia para hacer los deberes exprés con la literatura de Sara Mesa, que no conocemos de primera mano. Y en su reseña de La familia publicada en este mismo diario nos da algunas claves para aproximarnos a una escritura “nada complaciente con el lector, donde las atmósferas opresivas y los personajes inquietantes reflejan distintas manifestaciones del malestar contemporáneo”.

Podemos reconocerlo en esta adaptación de Isabel Coixet de Un amor, su anterior novela, un filme donde es difícil, por no decir imposible, asirse a ningún personaje o compartir con él ese malestar. La película nos sitúa ante una joven traductora (Laia Costa) recién llegada a un pequeño pueblo rural para vivir en una destartalada casa que le alquila el primer hostigador (Luis Bermejo) de los muchos que aparecen en el filme. Sin tiempo para ubicarnos, el conflicto se instala como esquema de supervivencia y resistencia de una mujer enigmática en un entorno tan hostil y seco como esa luz fría que baña toda la comarca sin la más mínima intención de embellecimiento.

El problema es que todo se hace pronto demasiado literal y explícito en esta dialéctica entre el aislamiento, la búsqueda (de no se sabe qué) y la liberación (coreográfica) y el acoso gradual de una serie de personajes (masculinos o patriarcales) que bordean el estereotipo en su escalada de estupidez y violencia más o menos soterrada, ya se trate del vecino artesano que encarna Hugo Silva, del enigmático y corpulento Alemán que compone Hovik Keuchkerian y cuya aparición será el detonante de un heterodoxo redescubrimiento del deseo, o de esos vecinos que también rozan, en manos de Coixet, el cliché de la superficialidad o la encarnación del clima vigilante y cerrado de los pueblos.

Y no sólo eso, Coixet sigue empeñada en dejar una marca estética indie en todo lo que toca que no siempre responde a las necesidades de la historia o consigue un equilibrio entre forma y fondo. Los numerosos encuadres disfóricos, desenfoques, metáforas visuales (de “la cara de montaña” a la montaña), la duración de las escenas (casi siempre sin el desarrollo o la respiración interna necesarias) o el uso de las músicas parecen venir siempre de una voluntad de subrayado o de dejar huella antes que de una necesidad orgánica de los materiales.