Pulcritud latina sin fuego

Este año los conciertos de las Noches del Alcázar han reducido su número, limitándose a cinco días a la semana (martes-sábado), lo que permite que alguna cancelación sobrevenida pueda recuperarse en lunes. Es el caso de este recital del Cuarteto Bruma, originalmente previsto para el viernes 11 de julio y pospuesto al lunes de esta semana por razones ajenas al conjunto, que se presentaba por tercer año consecutivo en el recinto palaciego.

Como en sus anteriores comparecencias, el joven cuarteto, creado en 2022, mostró una cohesión y una madurez notables, con un empaste que no limita la personalidad individual de sus miembros (las voces medias se escuchan en todo momento con claridad), un sonido homogéneo, con una muy trabajada igualación en la fuerza de los ataques y los acentos o en el empleo de recursos como el vibrato, una impoluta afinación y una coherente regulación de matices agógicos y dinámicos, estos últimos algo planos a causa del efecto de la amplificación. La impresión general es por tanto muy positiva, aunque un cuarteto de cuerda sólo cuaja del todo con muchos años de trabajo, algo muy difícil de mantener en el panorama musical español. Van a necesitar suerte y apoyos. Ojalá los encuentren.

El programa, centrado en el color y el ritmo iberoamericanos, se apoyó casi todo el tiempo en texturas ligeras de melodías acompañadas. Comenzó con fuerza. El Chôros nº1 de Heitor Villa-Lobos, original para guitarra, sonó en sus arcos de manera convincente por precisión y hondura, pero con el mexicano Elizondo la interpretación se hizo fundamentalmente decorativa. La obra en sí –un tríptico que homenajea el tango porteño (“Otoño en Buenos Aires”), la bossa nova carioca (“Pan de Azúcar”) y el jarabe tapatío (“Atardecer Tapatío”)– es evocadora y muy accesible, basada en melodías claras y ritmos reconocibles, pero está pidiendo un plus del intérprete, un gesto más aguerrido, acentos más contundentes y punzantes. Original para violonchelo y orquesta, el propio Elizondo ha hecho infinidad de arreglos de su partitura, incluida esta para cuarteto de cuerda, que resultó demasiado esquelética en su exposición, sobre todo a medida que los minutos pasaban y todo resultaba plano, repetitivo y previsible. El segmento tanguero resultó el más lucido, pero la alegre serenidad del “Pan de Azúcar” se inclinó más hacia lo estático que hacia lo sensual, y el festivo “Atardecer Tapatío” no alcanzó en ningún momento la efervescencia festera que pide la pieza.

La segunda parte estuvo dedicada a las archiconocidas Cuatro Estaciones Porteñas de Astor Piazzolla, presentadas en un arreglo muy bien trabajado, aunque acaso demasiado entrecortado, de la primera violinista del conjunto, Claudia Gallardo. La ejecución fue, de nuevo, técnicamente correcta y solvente. Los pasajes líricos fluyeron con elegancia y los cambios de carácter se abordaron con claridad. Sin embargo, faltó ese punto de arrojo, de riesgo y de personalidad que puede elevar estas piezas icónicas más allá de lo correcto. Fue una interpretación pulcra, pero de nuevo previsible, sin la electricidad que Piazzolla era capaz de obtener con su Quinteto. Gallardo se exhibió como estupenda arreglista también en la propina: esa Llorona del folclore hispanoamericano vista a través de la voz de Chavela Vargas y aquí conectando, suave y líricamente, con el llanto (más bien fingido) del Villa-Lobos del arranque.