Trifonov, un virtuoso de la claridad
Daniil Trifonov | Crítica

La ficha
DANIIL TRIFONOV
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Gran Selección. Daniil Trifonov, piano
Programa:
Piotr Ilich Chaikovski (1840-1893): Sonata para piano en do sostenido menor Op. post. 80
Frédéric Chopin (1810-1849): Vals en mi mayor, Op. Póstumo / Vals en fa menor, Op. 70, No.2 / Vals en la bemol mayor, Op. 64, No.3 / Vals en re bemol mayor, Op. 64, No.1 / Vals en la menor, Op. 34, No.2 / Vals en mi menor, Op. Póstumo
Samuel Barber (1910-1981): Sonata para piano en mi bemol menor Op. 26
Piotr Ilich Chaikovski: Suite de La bella durmiente [arreglo de Mijáil Pletnev]
Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Miércoles 12 de febrero. Aforo: Tres cuartos de entrada.
Daniil Trifonov (Nizhni Nóvgorod, 1991) se presentó en Sevilla para causar en el público la equívoca impresión de que se trata del típico hipervirtuoso de carácter romántico de la gran tradición del pianismo ruso. Las amplias dinámicas (pura escuela soviética), la precisión impoluta, las agilidades atléticas así parecen señalarlo. Pero en realidad, Trifonov es un lírico, un hijo de Apolo, un poeta, un estilista del piano, casi un esteta. Virtuosismo, sí, pero de la transparencia, de la claridad.
El muy original programa, repleto de desafíos técnicos, ayudaba a mirar en la dirección contraria. La intensidad que requerían muchos pasajes de las obras escogidas así parecía también señalarlo. Y por supuesto Trifonov fue intenso cuando necesitó serlo, pero antes que todo aplicó un control exquisito a su pianismo. Ni un solo desmañamiento se permitió en las casi dos horas que estuvo sobre la escena maestrante. No conviene engañarse, la prodigiosa facilidad de las manos sobre el teclado el ruso la comparte con bastantes bajateclas repartidos por el mundo. Lo suyo es otra cosa. La juvenil y casi desconocida Sonata de Chaikovski estuvo, por ejemplo, cuajada de matices de dinámicas, pero lejos de buscar la empatía con el espectador a través de la vehemencia o del sentido trascendente (en una música que seguramente carece de él), enfatizando acentos, estirando los tempi o emborronando intencionadamente con el pedal algunas armonías, Trifonov fue implacable con el ritmo, dibujó los crescendi casi con escuadra y cartabón y lo hizo todo apenas rozando el pedal y sin oscurecer ni medio compás de la obra, a la que dotó de una estructura nítida, sin un solo emborronamiento de la línea. Un Chaikovski apasionado por la corta edad, presentado con luz y taquígrafos.
Luego en los valses de Chopin el pianista ruso encontró una especial delectación en las piezas en modo menor (el Op70 nº2, el Op.34 nº2), pero evitando en todo momento el sentimentalismo; manejó el tempo con gran elegancia, usando el rubato cuando convenía y corrió como si no hubiera un mañana en el celebérrimo Vals del minuto (si a casi todos los pianistas les dura la pieza en torno a los 100 segundos, él no pasó de 90), pero sin dar nunca sensación de desbocamiento y cerrándolo con unas retenciones de extraordinaria expresividad. Porque sí, lo apolíneo no quita lo expresivo. Lo mostró el introspectivo Adagio mesto de la Sonata de Barber, que cerró con una Fuga imponente en el manejo de los acordes en forte. Todo además siempre con ese uso sutilísimo del pedal de resonancia y un manejo flexible de las articulaciones, que pudo resultar en notables contrastes; así por ejemplo en la suite que sobre La bella durmiente de Chaikosvki hizo su compatriota Mijáil Pletnev: “Visión” fue la exaltación del legato (como luego el "Canario que canta", legatissimo en su descriptivismo) y el Andante que le sigue un portento en el empleo del staccato. De cualquier forma, independientemente del tipo de articulación empleado, la claridad, la nitidez de cada nota pareció ser siempre su brújula, su camino. Ese es (al menos, parte de) su secreto. Parecer un romántico enardecido, pero preservar ante todo las esencias del arte más clásico.
Tras la esperada ovación del público, hasta tres propinas dejó Trifonov: no fui capaz de identificar la primera, pero luego vino una de las bellísimas piezas del Álbum para la juventud de Chaikovski, que llevó en repertorio en una anterior gira de conciertos, y terminó todo con un fulgurante (¡y cristalino!) preludio chopiniano .
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