Cultura

Carlos Saura, el director que tumbó el franquismo en el diván psicoanalítico y reinventó el musical

  • Carlos Saura, director de filmes esenciales en la historia de España como 'La caza', 'Sevillanas' o 'Flamenco', muere a los 91 años, un día antes de recibir en Sevilla el Goya de Honor

Carlos Saura, en una imagen de archivo.

Carlos Saura, en una imagen de archivo. / EFE

Hay directores que son más importantes que sus películas, por excelentes que estas sean. Es algo que tiene que ver con lo que representaron en el momento histórico que les tocó vivir, abarcando en sus obras los hechos políticos y sociales además de los culturales y cinematográficos. Es el caso de Carlos Saura y, sobre todo, de la parte de su obra que va de 1960 a 1979, de Los golfos a Mamá cumple cien años. Dicho en términos políticos: del final de la autarquía tras la visita de Eisenhower y el Plan de Estabilización en 1959 y el aperturismo de Fraga con García Escudero en la Dirección General de Cinematografía en 1962 a las primeras elecciones constitucionales del 79. Dicho en términos cinematográficos: desde la transición del Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas en el que él estudió a la Escuela Oficial de Cine en 1962 y la irrupción del llamado Nuevo Cine Español a la desaparición de la censura en 1977 y la aparición del no homogéneo cine de la Transición de los Colomo, Garci, Trueba, Zulueta o Almodóvar entre 1977 y 1980. No debe ser casual que conforme la democracia se robustecía el cine de Saura girara poco a poco -sin romper, porque hay una unidad de autor en su obra- de la denuncia del Régimen (críptica y cargada de alusiones y simbolismos para eludir la censura) y del análisis -o más bien psicoanálisis- de la sociedad española, especialmente de la burguesía activa o pasivamente franquista, a un cine más poetizado e íntimo y a interpretaciones muy personales del cine musical.

Saura expone por primera vez sus fotografías en 1951 en la Real Sociedad Fotográfica de Madrid y estudia entre 1952 y 1957 en el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, realizando como prácticas sus primeros cortometrajes –Flamenco (nada que ver con la película de Juan Lebrón, se trata del proceso de creación de un cuadro por su hermano Antonio), El pequeño río Manzanares y La tarde del domingo- a los que se une en 1958 Cuenca, un mediometraje que obtuvo la Mención Especial del Jurado en el Festival de San Sebastián de 1958, en cuyo jurado estaba Berlanga. Eran los años de la definitiva eclosión del cine español moderno con Berlanga, Bardem y Ferreri como símbolos máximos. Entre 1958 y 1963, de Cuenca a Los golfos (1960, su primer largometraje, presentado en Cannes en 1960, cuyo estreno la censura retrasó a 1962) y Llanto por un bandido (1963, su primer encargo profesional producido por Dibildos, en el que su admirado Buñuel interpretaba un papel de verdugo masacrado por la censura) se habían estrenado Plácido y El verdugo de Berlanga, El pisito, El cochecito y Los chicos de Ferreri, y La venganza, A las cinco de la tarde y Los inocentes de Bardem. Todo estaba cambiando.

Fue La caza, en 1965, el símbolo absoluto de este cambio y de la irrupción del llamado Nuevo Cine Español. En 1963 y 1964 Camus había estrenado Los farsantes, Picazo La tía Tula, Regueiro El buen amor y Summers Del rosa al amarillo y La niña de luto, pero el símbolo del cambio fue la película de Saura, sudorosa, agobiante, árida, despiadada metáfora sobre la guerra civil y sus nunca cicatrizadas heridas presidida por Alfredo Mayo, el icono de la épica franquista, el capitán Balcázar de Harka, el teniente Miguel de Escuadrilla, el Churruca de Raza o El Grajo de ¡A mí la legión!. Esta película, que valió a Saura el Oso de Plata en Berlín, tuvo distribución internacional y fue muy valorada por los críticos y cineastas de los nuevos cines europeos (además de por Sam Peckimpah), supuso su primera colaboración con Elías Querejeta, con quien rodaría trece películas.

Tras ella abordó lo que podría llamarse una trilogía psico-intimista –Peppermint frappé (1967), Stress es tres, tres (1968) y La madriguera (1969)- en la que parece recurrir a símbolos, rodeos y hermetismos para psicoanalizar la España franquista, sus represiones u obsesiones, burlando a la censura. No deja de ser una opción desconcertante dado el carácter crudamente esencial de La caza. Creo que son sus películas peor envejecidas. Encontró el equilibrio entre lo crítico y lo simbólico, la metáfora y el hermetismo, en lo que puede considerase una tetralogía sobre el sofoco, el silencio y la represión de la dictadura: El jardín de las delicias (1970), Ana y los lobos (1972), La prima Angélica (1973) y Cría cuervos (1975), en las que alcanzó una absoluta madurez y maestría reconocidas internacionalmente por los premios más prestigiosos. Nadie que no lo viviera puede imaginar lo que, como resistencia pasiva a la dictadura, supusieron estas cuatro películas, las risas y aplausos -valga la anécdota- cada vez que Fernando Delgado aparecía en La prima Angélica vestido de falangista con un brazo escayolado en perpetuo saludo a la romana. Es en estas obras donde mejor se reconoce al Saura que dijo: “Buñuel, Bergman y Fellini son mis máximas influencias porque los tres trabajan con la imaginación”.

Tras ellas rodó la que, para mí, junto con Sevillanas y Flamenco, es su mejor película: la bellísima, poética y delicada Elisa, vida mía. ¿Es casualidad que se estrenara dos años después de la muerte de Franco, como si el director se sintiera liberado del imperativo político? Creo que no. La guerra y la dictadura no desaparecerán de su obra ni simbólicamente (Mamá cumple cien años, 1979) ni abiertamente (¡Ay, Carmela!, 1990), como tampoco lo hará la preocupación social presente desde Los golfos (Deprisa, deprisa, 1981) ni la utilización de la historia como reflexión sobre un cierto mal de España (El Dorado, 1988, Goya en Burdeos, 1999). Pero su dedicación principal será el cine musical que reinventa con una fuerza y originalidad no vista desde Embrujo de Serrano de Osma con las quince películas musicales rodadas desde Bodas de sangre en 1981 a El rey de todo el mundo en 2021, de las que las ya citadas Sevillanas (1991) y Flamenco (1995), producciones sevillanas de Juan Lebrón, son para mí las cumbres por su desarticulación narrativa y su desnudez velazqueña.

Si su primera obra fue el documental sobre la creación pictórica de su hermano Antonio, la última, que rodó el año pasado con 90 años, fue una fascinante indagación sobre la esencia de la pintura (o de la imagen). Coherente del principio al final este aragonés que se reconocía en Goya y en Buñuel. Es imposible no preguntarse cómo es posible que no tuviera el Goya de Honor que debían entregarle hoy.    

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