Hermano de la Caridad, experto en el arte de la Fe

En la muerte de Enrique Valdivieso

Enrique Valdivieso, en la Plaza de España, en la zona del monumento a Valladolid.
Enrique Valdivieso, en la Plaza de España, en la zona del monumento a Valladolid. / D. S.

Cuando presentó en la Caja Rural del Sur, totalmente abarrotada de público, su libro sobre los pintores costumbristas sevillanos del siglo XIX, Enrique Valdivieso (1943-2025) aseguró que con esa obra ponía punto final a una dilatada carrera como investigador, como máximo especialista sin ninguna discusión en el Barroco sevillano. Nadie pensaba que al hablar de último libro podíamos estar ante un libro póstumo. La muerte de Valdivieso, de consuno con la de Carmen, su esposa y compañera de proyecto vital, es un contradiós, porque este profesor que ha muerto era un costumbrista de la costumbre de vivir.

Llegó a Sevilla en 1976 después de un breve paréntesis en la Universidad de la Laguna. Conocía la Catedral de un viaje de paso del ecuador. Con los años, nadie conocería mejor que él cada uno de sus rincones. Era académico de la Sevillana de Buenas Letras (en la Casa de los Pinelo estarán completamente desolados), pero nunca fue un profesor de maneras académicas. Llamó a las cosas por su nombre, aunque eso le acarreara agrias diferencias con algunos apellidos.

He vuelto a pasar por su casa de la calle Mateos Gago, a la que llegó después de vivir ocho años de alquiler en la plaza de los Refinadores. Le compró esta casa a los herederos de Santiago Montoto y siempre conservó la placa en la que se puede leer que en ella falleció el 30 de septiembre de 1929 Luis Montoto Rautenstrauch. Pepe, el de la Fresquita, les dio las buenas noches la noche del sábado. La calle era un espectáculo de turistas viendo lo que Enrique y Carmen veían cada vez que salían de su casa.

Ha dejado en Sevilla una legión de discípulos a los que no aburrió en ninguna de sus clases. No formaba parte de la Sevilla cofrade y era martillo pilón de la vulgaridad de los gobernantes. Con este periodista se prestó a todo tipo de aventuras. Cuando le di la vuelta a la plaza de España lo senté en el banco de Valladolid. Qué hermosa paradoja que el máximo experto en el Barroco, el arte de los sentidos, fuera hijo de dos castellanos, Enrique, ve Villabrájima, y Teodora, palentina de Remedes de Cerrato, que se conocieron en el colegio de sordomudos de Valladolid.

Su vocación nació en las clases de Historia del Arte de Diego Angulo, que le transmitió su pasión por Murillo y por los veraneos en El Puerto de Santa María. En Radio Sevilla llegó a compartir con María Esperanza Sánchez un programa sobre boleros, una de sus especialidades. Fue uno de los que avaló el ingreso de Alfonso Guerra en la Academia de Buenas Letras.

Fue el primero que se brindó para la serie Paseos por Sevilla. De su mano, hicimos un recorrido apasionante por la Judería sevillana, la Sevilla de Miguel Mañara tan importante en la vida de Enrique Valdivieso. En ese paseo por la ciudad sólo tenía un tope horario: ese día tenía turno en el Hospital de la Caridad para darle de cenar a los internos, los amos del mundo en la teoría de Mañara.

Era un apasionado de los boleros e hizo un libro sobre cromos de fútbol de su infancia

Un día le llamé por teléfono (tenía teléfono fijo, nunca móvil) pensando que me podría mandar a hacer puñetas. Valdivieso acababa de regresar de París y le propuse, coincidiendo con el cuarto centenario del nacimiento de Murillo, para la serie Metrópolis, que nos acercáramos a la Barriada Murillo, una de las del Polígono Sur. Nos acompañó un sherpa local, el escritor Antonio Ortega, que ha escrito mucho sobre esa zona. Valdivieso aceptó encantado, compartimos tertulia con los vecinos que compartían fogata bajo un gigantesco grafitti a partir de un cuadro de Murillo.

Nunca entendió que detrás de palabras tan vacías de contenido como progreso o modernidad se escondiera ese afán iconoclasta que mermó hasta la náusea buena parte del patrimonio de la ciudad. No dejaba a nadie indiferente, ya fuera en un congreso de historiadores o en un convento de monjas de clausura, donde no se cansaba de repetir que el arte en Sevilla nunca ha sido un fin en sí mismo, sino que era una herramienta para hacer catequesis de impacto en siglos donde imperaba el analfabetismo.

Enrique y Carmen eran padres de tres hijas: Olimpia, Leticia y Beatriz. Llegó a Sevilla antes que su paisano Carlos Amigo Vallejo, vallisoletano de Medina de Rioseco, y cuando la manija del Betis la llevaba un virtuoso de su tierra llamado Julio Cardeñosa, al que había visto jugar en el Valladolid y antes en el Europa Delicias, filial de del equipo pucelano. Junto a sus manuales imprescindibles sobre Murillo, Zurbarán o Valdés Leal, sus trabajos sobre el Barroco, Enrique Valdivieso publicó una ‘delicatessen’ para coleccionistas, un libro de cromos del Valladolid de los tiempos de su infancia. La ciudad donde se casan los Reyes Católicos y que fue capital de la Corte en los primeros años del siglo XVII. "Yo vivo en el siglo XVII”, me dijo más de una vez Enrique, que después de las clases en la Antigua Fábrica de Tabacos gustaba de seguir la conversación con sus alumnos en el bar La Moneda, donde Antonio Romero, primo hermano de Curro, ponía las cervezas más ricas y fresquitas de Occidente.

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