Historia de un equívoco

Herder publica la Correspondencia de Heidegger y Jaspers entre 1920 y 1963, magníficamente anotada, donde se evidencia una brillante y cautelosa amistad filosófica, ensombrecida por el nazismo de Heidegger y su comportamiento durante el Reich

Imágenes de Karl Jaspers (1883 1969) y Martin Heidegger (1889 1976)
Imágenes de Karl Jaspers (1883 1969) y Martin Heidegger (1889 1976)
Manuel Gregorio González

10 de noviembre 2024 - 06:00

La ficha

Correspondencia 1920-1963. Martin Heidegger-Karl Jaspers. Ed. de Walter Biemel y Hans Saner. Trad. Juan José García Norro. Herder, Barcelona, 2024. 296 págs. 28 €

La correspondencia habida entre los filósofos Karl Jaspers y Martin Heidegger, correspondencia que se da entre los años 1920 y 1963, con significativas interrupciones y silencios, es tanto un documento sobre la intimidad humana de dos inteligencias superiores del XX, cuanto un testimonio cultural de primer orden, a través del cual vemos cómo se acuña y se articula una nueva forma de hacer filosofía, el existencialismo, que obtendrá su mayor éxito en la segunda mitad del siglo. Es también, por ello mismo, una evidencia histórica, en la medida en que permite consignar el éxito del nacionalismo alemán, en la figura del propio Heidegger, cuando sea nombrado rector de la Universidad de Friburgo, en abril de 1933, como profesor afín al partido. Semanas después, Hedigger ofrecería un discurso en Heidelberg, “La universidad en el nuevo Reich”, donde su inclinación a la ideología triunfante quedará sobradamente manifiesta. Es la última vez en que ambos filósofos se verían.

“¿Cómo un hombre tan inculto como Hitler puede gobernar Alemania?”, pregunta Jaspers a Heidegger

Durante aquella estancia en Heidelberg, Heidegger se alojará en casa de Jaspers. Con posterioridad al discurso, este le pregunta a su colega: “¿Cómo un hombre tan inculto como Hitler puede gobernar Alemania?”. A lo que Heidegger responde, según recuerda Jaspers dos décadas después: “La cultura es totalmente indiferente. ¡Mire solo sus maravillosas manos”. En buena medida, la respuesta de Heidegger convierte en innecesaria la pregunta de Jaspers. Hitler, en efecto, no era un hombre cultivado; pero Heidegger sí, y se halla igualmente absorto en la mímica del dictador, como el más pueril de sus compatriotas. Así pues, lo que nos cuentan, en primer término, estas cartas, extendidas sobre casi cuarenta años de la historia de Europa, es el modo en que diverge la filosofía promovida por ambos en los años 20; una filosofía donde se avaloraban la circunstancia espacio-temporal del individuo y el influjo de la ciencia y la técnica sobre dicha circunstancia, pero cuya deriva, más cultural e histórica en Jaspers, más hérmética y esencialista en Heidegger, refieren unos principios de partida comunes a toda Europa. En tal sentido, la obra de Ortega y Gasset será un excepcional análisis, rigurosamente contemporáneo, de aquellas mismas cuestiones (la técnica, la historia, el arte, la percepción, el papel de la Universidad, etc.) tratadas por ambos autores. En Jaspers y Heidegger se añadían otras circunstancias ajenas al filósofo madrileño, y que son las que otorgan una particular relevancia a estas cartas: la mujer de Jaspers era judía; al tiempo que Heidegger se inclinaba hacia el nacionalismo alemán que Fichte articulara un siglo antes.

Una segunda cuestión será el modo en que aflora tal desencuentro, hasta que en mayo de 1936 se suspende la correspondencia por parte de Heidegger. Acabada la guerra, y a partir de 1948, se retomará dicha comunicación a instancias de Jaspers. En una carta de abril de 1950, no obstante, Heidegger mostrará una posición ambigua, no solo hacia su pasada ejecutoria, de la que no ofrece disculpas, sino hacia la propia naturaleza providencial, política/impolítica del mundo. Jaspers tardará dos años en responderle, ya de un modo manifiestamente adverso. En la carta, escrita en Basilea en marzo de 1963, todo se habrá dicho. Jaspers ha tardado tres décadas en enumerarle a su corresponsal y antiguo amigo las diferencias insalvables que los distancian. Todo se dirá, no obstante, de una manera irreprochable, cordial y afectuosa. Ello responde no solo al respeto que ambos filósofos se manifiestan con sinceridad, sino a una suerte de antigua cortesía que ha sobrevivido, incluso, a la abyección de la guerra y a las penosas circunstancias que conocería Jaspers. También Heidegger ha padecido los efectos del conflicto en sus hijos: su hijo mayor quedó preso en Rusia durante años, y el más joven le fue devuelto a casa enfermo. A pesar de lo dicho, serán Jaspers y Arendt, pensadora judía y antigua amante suya, quienes defiendan y promuevan al Heidegger señalado de la posguerra. Así lo hará, de igual modo, la filosofía francesa, encabezada por Sartre, quien lo vindicaría como uno de los maestros esenciales del XX.

En el párrafo final de su última carta, Jaspers manifiesta aún el deseo de “reencontrar el lugar humano que, en 1923, […] nos pareció durante un breve tiempo que era común”. Un lugar común del que Jaspers no dudó nunca, en apariencia.

El hombre y su cabaña

La cabaña de Todtnauberg, donde Heidegger y su familia se refugiarían con frecuencia, no parece ser meramente un inmueble destinado al esparcimiento. Allí entregaría a Husserl el manuscrito de Ser y tiempo en 1926. Allí habrá escrito buena parte de dicha obra, donde se sustancia, no solo la búsqueda del ser en su pormenor más próximo. Sino un regreso al origen que concierne al propio idioma, y a la manera misma en que preguntamos por lo esencial. En esta búsqueda de lo originario, como regreso a la tradición griega y como mero hecho vital, Heidegger estaría tributando tanto a la Ilustración como a su extremadura romántica: pero también -y por lo mismo- a una fórmula de autenticidad vinculada al paisaje y a la corpulenta inmediatez del mundo. Presupuestos todos que nos dirigen al ideario nacionalista; y que explican con suficiencia la simpatía conceptual entre su empresa filosófica y el ideal biológico, previo y externo al individuo, donde se sustenta. Son, pues, conceptos como autenticidad y originalidad, que ocuparían el entendimiento europeo del XVIII y el XIX, los que se precipitan y trasmutan en la cabaña de Todtnauberg, como en una marmita de druida, en su materialidad más simple e inmediata.

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