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El impulso de abrir nuevos caminos

Concha Ybarra presenta hasta el próximo día 17 en La Caja China sus nuevas indagaciones pictóricas, reunidas bajo el título 'De la tierra y el cielo'

Experimentadora incansable. Arriba, retrato de la artista en La Caja China. Sobre estas líneas, dos de los nuevos trabajos que presenta Ybarra en la galería sevillana.
J. Bosco Díaz-Urmeneta Sevilla

06 de mayo 2013 - 05:00

El ensayo, la experimentación de nuevas formas es una característica del trabajo de Concha Ybarra (Sevilla, 1957). A lo largo de su ejecutoria, ha abandonado caminos en los que había logrado obras más que convincentes y abordar otros cuya novedad tenían siempre algo de reto, de desafío. Esta actitud (nada fácil) no debe parecer extraña porque forma parte del arte moderno. El autor moderno está siempre tensionado por la doble dimensión de su arte que es a la vez actividad autónoma y hecho social. El arte moderno se liberó de las normas y géneros artísticos, que en el pasado eran imperativos insoslayables, y logró así su autonomía, pero al mismo tiempo quedaba vinculado a la sociedad en su conjunto. Ya no era posible cultivar ámbitos temáticos restringidos y dirigirse sólo a ciertos receptores (nobleza, clero, academias), sino que el trabajo del arte tenía ante sí una sociedad compleja, cambiante e igualitaria. Y esta vertiente social del arte era un toque de atención para su autonomía: ésta no podía ser excusa para construir una torre de marfil en la que el autor se recluyera, manteniéndose así al abrigo del ir y venir del acontecer social. Por el contrario, la autonomía sería realmente tal si acaeptaba medirse con el acontecer social y era sensible a sus a sus interpelaciones. Por eso el autor moderno ha de dialogar con lo nuevo, con lo que aún carece de forma, debe experimentar nuevas posibilidades y abrir caminos diferentes a aquellos en los que ya estaba alojado.

Una de las exploraciones más fértiles de las emprendidas por Concha Ybarra fueron las que la llevaron a reflexionar sobre las vanguardias históricas. Indagó sucesivamente las formas del cubismo, el vigor de algunos expresionistas alemanes y las figuras y espacios entretejidos del simbolismo vienés de inicios del siglo XX. Tales acercamientos no fueron (sólo) teóricos: eran auténticas incursiones hechas desde y con su propia pintura. No movía a la artista una curiosidad historicista y menos aún algún afán de capturar formas. Intentaba, a mi juicio, calibrar el alcance de aquellos lenguajes, sus hallazgos y posibilidades, y hacerse también consciente de qué huellas habían dejado en su propia obra. Las vanguardias históricas siguen siendo, querámoslo o no, un territorio fértil y el pintor que se adentra con su propio trabajo en ellas puede conocerlas mejor, descubrir posibilidades de interés y evitar que su legado -que persiste en nuestra cultura- penetre de rondón en su propio quehacer.

De esas incursiones en las vanguardias artísticas, quizá la más fértil fue el diálogo sostenido con el simbolismo, con la secesión vienesa. La propensión de Ybarra para el fragmento, esto es, para imágenes que justamente por ser parciales e incompletas, poseen una potente carga de alusión poética, se multiplicaba en obras, como Noche en Marruecos o Agua, al coexistir con otras figuras igualmente fragmentarias, formando algo parecido a un tapiz o a un laberinto de alusiones posibles. Eran obras en las que los rasgos ornamentales adquirían su sentido moderno: la acumulación de fragmentos hacía pensar en el trabajo del sueño y al mismo tiempo apuntaban a una recuperación de la naturaleza desde una sociedad que, como la nuestra, cada vez se aparta más de ella.

La actual exposición abandona sin embargo este camino. Quizá hubiera en aquellos cuadros cierto riesgo de seducción: el espectador, atraído por su sensualidad, podía evotar el esfuerzo de una comprensión poética. Fuera o no ésta la razón, lo cierto es que la actual muestra es mucho más contenida, casi ascética. Los cuadros se limitan a una forma central que, directamente o circundada por orlas, se afirman como figura en el lienzo, sobre un fondo de colores planos en los que a veces el pigmento se ha rayado o raspado hasta desaparecer parcialmente. El color se aplica directamente como queriendo rehuir todo artificio. Si las obras a las que me he referido antes podían tener el riesgo de una lectura literaria o no superar la coartada de la sensualidad, en las actuales habla sólo la pintura, la materia pictórica. No cabe negar la valentía formal de esta opción (que llega a conformar casi la totalidad de un cuadro en diversas intensidades de rojo) en la que cabe vislumbrar un acentuado deseo de autenticidad, pero también es innegable que estas obras señalan sólo el principio de un camino que habrá de madurar. La índole directa de esta pintura da sus mejores frutos en las acuarelas (quizá las obras más logradas) y en los trabajos en que pequeñas formas, multiplicadas, ahorman la superficie del lienzo con ritmos diversos y trabajados. Pero en todo caso es preferible esperar: el arte de hoy exige, como dije al principio, experimentar, y la autora no es precisamente nueva en semejantes lides.

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