Desde la India a Triana
La Velá de Santa Ana dedicó la noche del viernes a Rafael Riqueni y al Pueblo Gitano un concierto con Diego Amador, Potito, Farru y Melchor Santiago
Las mejores fotos de la cucaña en la Velá de Triana
Hay algo en la genética de la Velá de Santa Ana que la hace más resistente a los males que acechan al resto de la ciudad y sus días grandes. El exhibicionismo potenciado por las redes sociales, la turistificación, la paulatina pérdida del sustrato cultural que propicia aquello que se celebra, la omnipresencia de los políticos…Toda esa lenta debacle parece más en suspenso al otro lado del Guadalquivir.
Tras años en los que el botellón le hincó el diente, los trianeros han sabido resguardar el sabor popular de una celebración que, a pesar de la masificación, nos reconcilia con nosotros mismos. La noche y el río convocan al pueblo en su peregrinación contra la caló y, aunque rodeados de foráneos, los vecinos -los que quedan y sobre todo los que se fueron- se reencuentran bajo la humareda de las sardinas, dejan los primeros asientos a las señoras -ese parking de andadores- y velan el sueño de los niños echados entre dos sillas. Se bebe, se baila y se celebra con la música como motivo grande de estos días señalaítos que este sábado llegan a su fin.
Después de que el rock andaluz, las sevillanas o la copla ocuparan el escenario de la Plaza de San Jacinto, la noche del viernes se homenajeó al guitarrista trianero Rafael Riqueni en un concierto flamenco que llenaría cualquier teatro en el que se anunciara. El piano y la voz de Diego Amador, el baile de El Farru y el cante de El Potito servían además para conmemorar el nombramiento de Hijo Predilecto de Triana al Pueblo Gitano, cuando se cumplen 600 años de la llegada a la Penínsulade las primeras familias gitanas, poco antes de que se asentaran en el arrabal trianero y contribuyeran así a su fama mundial a través del toreo y el flamenco. Como cantaba Pata Negra en Blues de la Frontera: "Desde la India a Triana / desde Triana a Sevilla...". La odisea de un pueblo resumida en un verso que sirvió de hilo conductor en una gala presentada por el periodista Antonio Ortega.
El maestro Riqueni, nacido en la calle Fabié, apreció el cariño que le brindó su barrio, especialmente después de superar unos años en los que su carrera quedó en suspenso debido a problemas de salud: “Es el premio más importante que me han dado en mi vida”, reconoció emocionado al recoger la estatuilla sobre las tablas, “porque me lo dan en Triana”. Antes, la noche había arrancado con la inconfundible personalidad de Melchor Santiago, que cantó por bulerías y rumba alguno de sus temas más famosos, aquellos que ha compuesto para varias generaciones de artistas, y en la que se acordó también de Manuel Molina.
No obstante, se notaba la enorme expectación que producía la actuación de El Potito, un cantaor al que no tenemos ocasión de disfrutar tanto como quisiéramos. Niño prodigio, no pisaba la Velá desde los nueve años, como señaló Ortega en la introducción; así que la noche del viernes supuso un reencuentro maravilloso con su arte, en el que sigue intacto todo lo que nos deslumbraba cuando era un chiquillo: esa voz rota que viaja a la velocidad de la luz con una afinación hipnotizante. Con la guitarra de Eugenio Iglesias, la percusión de Paco Vega y las palmas de Petete y Emilio Castañeda, Potito sonó más profundo que en otras ocasiones por soleá, alegrías, tangos y bulerías; asentado en su madurez para ahondar en el cante, recuperando sonidos y estilos que nos parecen de su propiedad. Nos devolvió así algo del arte de la familia Vargas, trianeros trasladados a San Juan, entre los que destacaron el baile Angelita Vargas y su hermano Isidro; así como Changuito, padre de Potito y “uno de los artistas más singulares del flamenco: cantaba, tocaba y bailaba”, como bien recordó Ortega.
Otro miembro de una ilustre familia trianera iba a ocupar el escenario por espacio de una hora. Todo un concierto solista de Diego Amador, que ha enlazado en su ciudad sendas actuaciones en dos escenarios incomparables: el Alcázar y el Altozano. Escuchar a Diego Amador es una oportunidad para disfrutar todo lo que la música flamenca puede abarcar en manos de un talento tan desbordante como el suyo. Cantaor, guitarrista, multiinstrumentista, el viernes se acompañó del piano y el teclado para crear un sonido en el que parecía implicada toda una orquesta, aunque solo lo viéramos a él sobre el escenario. Siempre con el espejo de Camarón frente a él, el artista del Polígono Sur desgranó soleá, alegrías, cantes de Levante al alimón con Potito, y tangos, en los que levantó el coro del respetable con el estribillo de Rosa María. Para rematar, unas bulerías en las que acabó sumergido bajo la tapa del piano, percutiendo las cuerdas y la madera de pie, haciendo las delicias del público que abarrotaba la plaza.
Finalmente, el baile de Farru sirvió de colofón a una noche equiparable a cualquier festival flamenco de verano. Inició con un excelso baile por seguiriya en el que solo se acompañó de la percusión de Lolo, y en el que dibujó también falsetas con su guitarra, impregnando el aire con esa contundencia de los Farruco. Más tarde, acompañado por la guitarra de Iglesias y el cante de Antonio Villar, estilizó unas alegrías en las que llenó el escenario con ese baile varonil, hecho a partes iguales de fuerza y dulzura. Con su guitarra de nuevo en la mano, convocó un fin de fiesta en el que participaron también los miembros más pequeños de la saga, en lo que fue una constatación de que a veces, simplemente, se nace artista. Y eso, en Triana, lo saben mejor que en ningún sitio.
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