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Crítica de Teatro

La maquinaria sigue engrasada

La escena lo es todo. Así, al principio, el núcleo de la familia disfuncional y enloquecida la defenderá con uñas y dientes; nadie quiere salir de ella. En este sentido, se desliza a veces incluso un tono metafísico en algunas réplicas de este vodevil de costumbrismo erizado: ¿quién será el próximo en salir de la casa, que es la escena? Al final, se tratará de todo lo contrario, de no volver ni para coger ropa, como si fuera preferible la fría desnudez del off a la luz anaranjada del foco. Sólo el más débil, el bufón más radical y desagradable -también el más fragil y auténtico- quedará como un animal desvalido, levantando las orejas ante el más mínimo ruido. En medio, entonces, la escena ha ido potenciando sus umbrales, permitiendo la entrada y la salida, cierta fluidez de nuevos elementos, y, con ello, la consolidación de un melodrama contenido como lima de las asperezas del arranque, como aterrizaje en lo verosímil.

El roce, el enfrentamiento y la obtención de equilibrios entre esta particular decantación de lo centrípeto y lo centrífugo están en el corazón de una obra en estado de gracia y a la que los años de rodaje han afinado en sus extremos más singulares, en esa risa inevitable ante la cotidianidad de hombres y mujeres bajo lainfluencia; en ese pliegue dramático que nos asalta y colorea a personajes que en un principio percibíamos sólo en un blanco y negro acusado. A estos matices sólo se llega con un gran y solidario reparto, como esta piña de actores que rodea a la veterana Cristina Maresca, portadora de una naturalidad avasalladora e incólume al violento trasiego de su parentela: el último vestigo de la fuerza de la gravedad.

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