Un lugar soleado para gente sombría | Crítica

Fantasmas y memoria

  • Con 'Un lugar soleado para gente sombría', Mariana Enríquez confirma que es en el cuento donde se descubre más a gusto y resaltan con mayor nitidez las virtudes de su estilo

Mariana Enríquez, fotografiada hace unas semanas en Barcelona.

Mariana Enríquez, fotografiada hace unas semanas en Barcelona. / Quique García / Efe

En Un lugar soleado para gente sombría, Mariana Enríquez (Buenos Aires, 1973) vuelve al género que la vio nacer como escritora y donde, hasta el momento, ha sabido ofrecer sus mejores productos. A pesar de consagrarse con una voluminosa crónica familiar ambientada en el siglo XX, Nuestra parte de noche, que obtuvo el premio Herralde y la coló en las listas de narradoras imprescindibles en varios países e idiomas, es, sin embargo, en el formato del cuento donde la autora se descubre más a gusto, resaltan con mayor nitidez las virtudes de su estilo y, en fin, logra resultados de una eficacia mucho más contundente.

La Mariana Enríquez de los relatos breves es mejor que la de las novelas: y no poca responsabilidad en ello toca al género que practica, el terror, donde la distancia corta forma parte de los mimbres esenciales. Con excepciones notables (uno piensa en Stephen King), la atmósfera terrorífica funciona con mucha mayor eficacia en el plazo de unas pocas páginas, de las que el lector se retira después de haber sólo entrevisto la oscuridad que trasciende a la trama: fantasmas, criaturas preternaturales, espantos de este mundo y del vecino aletean en nuestro subconsciente con mucha mayor energía si sólo se les permite una estrecha rendija desde la que asomarse.

Esta última recopilación reincide sobre un tipo de horror que la autora argentina ya ha practicado en entregas anteriores y que constituye sin duda su marca de fábrica. Se trata, más que de horror en sentido estricto, de un tipo de inquietud, desasosiego, repulsión o vértigo (weird lo llaman ahora) relacionado con muchas de las ansiedades que afligen a sectores de la población cercanos a ella misma: mujeres, de clase media, del cono sur, de edad madura, de una generación criada entre la desesperación política y el miedo al abismo, en medio de terremotos sociales, económicos y tecnológicos que hacen muy difícil seguir caminando en posición erguida.

Aprovechando el potencial angustioso de muchas de las crisis y callejones sin salida que divulgan diariamente los noticiarios, Enríquez ha destilado un terror agrio y oscuro (inquietud, desasosiego, repulsión) a partir de las miserias de la inmigración, de la dictadura militar, de la violencia machista, de la explotación del trabajador, de la disforia sexual, de la infancia apaleada, de la adultez sin ilusiones. A esa lista, fácilmente extensible, se suma ahora la entrada en la vejez, esa edad en que amenazas como la arruga, el climaterio y la calvicie anticipan el invierno definitivo.

A la lista de miedos explorados por la autora se suma ahora otro terror: la entrada en la vejez

Cubierta del libro. Cubierta del libro.

Cubierta del libro.

En sintonía con sus antologías previas, encontramos aquí desclasados de otro mundo que atormentan a familias pequeñoburguesas (Mis muertos tristes); voces silenciadas que siguen retumbando en los cuartos de los vivos (Los himnos de las hienas); el jardín de la niñez convertido en país de las promesas pero también de los primeros espantos (Cementerio de heladeras); la condición de mujer, sometida a horrores variables que van desde la violencia masculina (Diferentes colores hechos de lágrimas) a la enfermedad (La mujer que sufre) o, y esto es un tópico nuevo que se repite en todas las narraciones y particulariza la presente recopilación, la edad que va horadando cruelmente cuerpo y alma en forma de menopausia, soledad, cabellos sin color, deseos sin color (La desgracia en la cara, Metamorfosis).

Las historias de Enríquez, como no podía ser de otro modo, están llenas de fantasmas, pero no son fantasmas de serie: no vienen a acosar a los de este lado en memoria de una deuda no saldada, a hacer sonar gratuitamente los goznes de casas vacías o dejarse ver, blancos y lacios, en el rincón de la abadía. Son espectros que habitan en el interior de los personajes, que giran y giran en los cerebros atosigados por el cansancio y la culpa, igual que polillas que se estrellan sin cesar contra los cristales del dormitorio, en busca de una salida que no existe, haciendo imposible la tranquilidad de quien, dentro, trata de vivir como si nada. "Los fantasmas son un poco así –leemos en la página 22–. Parecen humanos, parecen inteligentes, pero sin embargo son un filamento obligado a repetirse". El fantasma es otro nombre de la memoria.

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