Escenario de cuerpos y almas
Las mujeres de Hopper | Crítica
Ioana Gruia regresa a la narrativa con ‘Las mujeres de Hopper’, un libro de relatos inspirados en el imaginario femenino del artista estadounidense, que trasciende hasta límites reveladores
La Ficha
'Las mujeres de Hopper'. Ioana Gruia. Tres Hermanas. Madrid, 2022. 128 páginas. 17 euros.
Muy a pesar de las poderosas tentaciones iconoclastas contadas en nuestra era, nadie duda a estas alturas de que desde los antiguos ilustradores de los manuscritos iluminados la literatura ha sido un motor inspirador esencial para el arte. Es más, resultaría difícil imaginar una evolución del propio arte sin la complicidad de las historias, los mitos, los relatos, la tragedia y la poesía, del mismo modo que resultaría imposible prefigurar el destino del libro como objeto sin la entrada en juego de los recursos icónicos que, ya sea como mero adorno o complemento, ya sea como despliegue artístico para un diálogo en igualdad de condiciones, ha contribuido a hacer del mismo un artilugio atractivo para las crecientes comunidades de lectores que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. Menos evidente ha sido el trasvase en dirección contraria, esto es, la decisión por parte de los escritores de hacer su trabajo desde la inspiración servida en bandeja por el arte. No porque no exista, ojo, sino porque a nivel crítico el interés suscitado ha resultado ser considerablemente menor. La lógica de los tiempos juega a favor, eso sí, de esta ecuación: la alfabetización común constituía hasta hace dos días en el calendario general una quimera que recibía como bendita alternativa las imágenes con las que esas historias adquirían una narración válida a ojos iletrados. Pero, en cualquier caso, muy a pesar de los autores que han adoptado el arte como materia esencial más allá de las prerrogativas ensayísticas, y a pesar también de figuras capaces de alumbrar hibridaciones portentosas como John Berger o Henri Michaux, la posibilidad de que un escritor de ficción decida establecer una comunicación fértil con la obra artística forma aún parte del más triste anecdotario (no, nos referimos a El Código Da Vinci). Y tal desajuste no deja de ser paradójico, porque la creación de la ficción literaria desde el arte no deja de constituir una modalidad fiel y ejemplar de la creación de ficción literaria en su acepción más amplia. En el fondo, los mecanismos que conducen desde la representación a la narración suceden siempre que se escribe: es la ocasión de reconocer las fuentes la que convierte este reto en una partida interesante. En cualquier caso, siempre resulta estimulante la lectura de obras literarias que asumen este mismo reto con ánimo clarificador, que no se conforman con una mera inspiración al uso sino que indagan en las posibilidades narrativas que encierra la representación antes de la escritura para alumbrar sensibilidades compartidas, una noción oportuna de la estética en el texto y la evidencia de que sólo podemos relacionarnos con la representación a través de las historias. Y es en esta liga donde conviene situar Las mujeres de Hopper (Tres Hermanas), el nuevo libro de relatos de la poeta y narradora granadina Ioana Gruia (Bucarest, 1978): una obra reveladora, precisamente, en su decisión de no conformarse con los cauces de inspiración habituales.
La semilla de Las mujeres de Hopper se encuentra en Nighthawks, un relato inspirado en el cuadro del mismo nombre con el que Gruia obtuvo el Premio Federico García Lorca de cuento de la Universidad de Granada en 2007. La pieza partía de la representación contenida en el lienzo para contar una historia centrada en la adolescencia, en torno a una joven protagonista cuyo mundo se tambalea cuando cree descubrir un secreto inconfesable que guarda su padre. Nighthawks, que abre el volumen, sirve de premisa idónea al conjunto de doce relatos incluidos en La mujeres de Hopper, donde los tonos, las voces y los alcances son similares, sutiles y a la vez penetrantes, especialmente efectivos a la hora de atisbar lo que los personajes callan. Los cuentos se construyen así, en gran medida, en torno al silencio, lo que obedece al aire taciturno de los personajes de Edward Hopper a la vez que brinda un proverbial espacio creativo al lector. No se da aquí, que conste, una mera traslación de los personajes de la pintura al papel: Gruia construye los suyos propios, con nombres e historias particulares. Algunas de sus mujeres, por ejemplo, cambian de país, de familia y de destino, respiran en un tránsito inacabado y abierto, se relacionan con una existencia que está aún por hacer, en camino; así es en Resolución, uno de los relatos más bellos del libro, si bien ese tránsito, el nomadismo latente, es siempre una posibilidad en la mayor parte de las protagonistas del libro. La adolescencia como signo de otro tránsito esencial, el que conduce a la madurez, se mantiene como eje central en otros cuentos como La torre de cristal, junto a otros ámbitos como el erotismo, donde el pulso sutil crecido en el detalle seductor alcanza cimas verdaderamente notables (Tríptico, Luz del sol en una cafetería); la ensoñación traumática, inscrita aquí en la mejor tradición del género de la mano de Borges y Poe (La mujer del sombrero rojo); la familia como misterio insondable y a la vez cotidiano (Habitaciones junto al mar) y las historias posibles, no narradas pero sí suscitadas, en transeúntes enigmáticos, miradas que se cruzan y despiertan emociones insospechadas, presencias disueltas entre la fantasmagoría y el recuerdo (Ventanas en la noche, El último encuentro). El resultado es un cosmos de miradas inclinadas al asombro y labios sellados, de humanidades que en su exposición parcial revelan una totalidad esquiva, inasible, de cuerpos y almas que, en la mejor tradición narrativa del último siglo, entre Salinger y Beckett, asoman a un escenario quizá asumido, rara vez habitado, como en Edward Hopper. Todo, por cierto, endemoniadamente bien escrito en fondo y forma.
Ioana Gruia hace suyas por tanto las historias que yacen y despuntan en lienzos como Summertime, Rooms by the sea, Cape Cod Morning, Hotel Window y otros que dan título directamente a sus relatos. Pero lo hace en virtud de este diálogo que entiende la inspiración como una oportunidad de exploración en un territorio por el que sólo se puede avanzar a ciegas, nunca como una baldía trasposición ad hoc de emociones y arquetipos. Seguramente los más logrados (El sueño de Anna Karenina, un órdago inolvidable) presentan a estas mujeres al borde de un abismo en el que su vida amenaza no con ser otra, sino con haberlo sido desde siempre, en el límite exacto que permite descubrir la impostura de la propia existencia, la futilidad de los asideros, la exposición a una contingencia arrasadora. Las mujeres de Hopper merecen ser contadas así entre las mejores señales de vida, las más exigentes y las más esperanzadoras, de la narrativa breve en lengua española de los últimos años.
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