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Crítica de Danza

Un mundo que se derrumba

Los intérpretes evolucionan dentro de la recreación de la Sala Rubens del Museo de Bellas Artes de Amberes.

Los intérpretes evolucionan dentro de la recreación de la Sala Rubens del Museo de Bellas Artes de Amberes. / Kurt Van der Elst

El personaje principal de este original montaje con que el colectivo FC Bergman visita por primera vez Sevilla es un museo.

Nada extraño si pensamos que los museos -aunque el director Rodrigo García y muchos jóvenes afirmen que son los McDonald's- son actualmente, con sus sus servicios, su climatización, su cafetería... y sus obras de arte para fotografiar, los mejores refugios para las manadas de turistas que pululan sin cesar por las grandes ciudades europeas.

Pero el de El país de Nod (esa patria sin sentido a la que Dios desterró a Caín después de matar a su hermano) no es un museo cualquiera sino el Real Museo de Bellas Artes de Amberes, cerrado por obras desde hace siete años. Concretamente nos encontramos en la sala que acogía los cuadros de Rubens, fielmente reproducida en el Teatro Central.

Es un museo que ha sufrido grandes heridas: las bombas de 1944 -y sus efectos nos hacen temblar en nuestros asientos-, la lluvia, la nieve... pero que, a pesar de todo, ha sido el asilo de muchos seres humanos, encarnados aquí por los seis actores del grupo y algunos figurantes.

El espectáculo, sin palabras, no es nada más que eso: un mundo enorme y sólido que se resquebraja mientras los hombres y las mujeres resisten día tras día aferrándose a sus pequeñas existencias; a su deber, como el del guarda del museo, o a sus pequeños grandes objetivos, como el de sacar uno de los mayores cuadros de Rubens (el de la Lanzada) por una puerta de menores dimensiones. Es el caso del clown del grupo -Stef Aerts-, que con sus escaleras, su metro de carpintero y sus martillos rinde homenaje a los grandes cómicos del cine mudo. Del mismo modo se rinde homenaje a Godard -la única voz que se oye- y a su película Banda aparte, al igual que las decenas de imágenes, hermosas, inquietantes y a veces emocionantes imágenes, que van surgiendo mientras las altas paredes se vuelven cada vez más frágiles, llenan la escena de citas del teatro, el cine e incluso la literatura.

No hay más historias y el tiempo es lento en El país de Nod. Por eso algunos espectadores no se involucran, aprovechan la luz de sala para mirar sus móviles o comentan en voz alta lo que ocurre. Pero esa sencillez es también su enorme grandeza, la misión que tiene que tener el teatro de hoy y que no es otra que la de sugerir, la de pintar un pequeño fresco, abstracto o absurdo si se quiere, que cada espectador pueda interpretar y disfrutar según sus experiencias artísticas y sus vivencias.

No cabe duda de que, así como toda una generación perdió su fe en el mundo tras la Segunda Gerra Mundial (y Stefan Zweig lo cuenta como nadie en su obra El mundo de ayer), ninguno de nosotros será ya capaz de ver un museo lleno de grietas, de cascotes, de mantas y de improvisadas tiendas de campaña, sin pensar en Bagdad, en Palmira (en toda Siria), en las decenas de pateras y en los miles de refugiados que todos llevamos en la conciencia.

Ninguno de los espectadores que disfruten de este trabajo, y de tantas hermosas obras de arte de todas las épocas, puede olvidar que las pequeñas o grandes tareas cotidianas a las que nos dedicamos con ahínco constituyen nuestra única posibilidad de resistencia, nuestro mejor intento de reconstruir un mundo que se derrumba a nuestro alrededor a pasos agigantados.

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