Música y danza, dos armas para expresar lo inefable

Notte Morricone | Crítica de danza

El elenco del Aterballetto en una escena de Notte Morricone.
El elenco del Aterballetto en una escena de Notte Morricone. / Christophe Bernard

La ficha

**** ‘Notte Morricone’. Centro Coreografico Nazionale / Aterballetto. Dirección y coreografía: Marcos Morau. Música; Ennio Morricone. Dirección musical y adaptación: Maurizio Billi. Diseño de sonido: Alex Röser Vatiché y Ben Ben Meerwein. Textos: Carmina S. Belda. Escenografía e iluminación: Marc Salicrú. Vestuario: Silvia Delagneau. Asistentes a la coreografía: Shay Partush y Marina Rodríguez. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Domingo 27 de abril. Aforo: Casi lleno.

Tal vez los que hayan acudido al Maestranza a escuchar las inefables músicas de Morricone bailadas ‘en cinemascope’ se hayan llevado una pequeña decepción. Y no porque no suenen, sugestivas, variadas, bellísimas, en esa especie de collage realizado por su amigo Maurizio Belli sino porque en esta Notte Morricone Marcos Morau ha logrado crear un universo fantástico que no es cinematográfico sino completamente teatral y propio.

El creador valenciano, rendido ante la que, dice, fue la banda sonora de su infancia, y ante un genio que odiaba tanto como él hacer cosas previsibles, ha puesto todo su talento en la creación de un mundo onírico y cambiante en el que cabe todo se hace posible; un mundo que no necesita lógica -como los movimientos incesantes de sus bailarines- porque es un mundo de sueños, los sueños de Ennio Morricone.

Por un escenario en penumbra y fuera del tiempo, en continua transformación gracias a unos paneles móviles, van apareciendo y desapareciendo elementos que manejan los propios bailarines y que hacen referencia a la vida y a la obra del compositor.

Al ritmo implacable de un metrónomo, la escena se llena y se vacía sin cesar, casi imperceptiblemente. En ella vemos cosas nimias como una antigua máquina de escribir o un radiocasete del mismo modo que un estudio de grabación, un foso de orquesta o un cine con sus butacas en el que, solo en una ocasión, vemos algunos rostros de conocidos actores. Arriba y abajo, como un personaje más, el piano de cola que acabará por engullir al romano.

Suenan, entre otras, composiciones inolvidables, como las de Cinema Paradiso, La leyenda del pianista en el océano o ese melancólico Tema de Deborah de Érase una vez en América, que da lugar a uno de los pocos dúos de una pieza completamente coral.

Temas incrustados en nuestra memoria emocional de tal modo que, si nos dejamos llevar, la emoción correrá pareja a la historia de Ennio, a sus palabras, a su genio y a su honestidad.

Ya mediante dos bailarines que funcionan como sus ‘alter ego’, ya con su propia voz grabada, ya incluso mediante muñecos que lo representan -tan del gusto de Morau- vamos recordando o conociendo su pasión por el ajedrez, la trompeta con la que se ganaba la vida en sus inicios -que también se vuelve pistola en un guiño a sus películas del Oeste- su amor por su esposa, María, su etapa de director de orquesta, su ambición de contar con su música lo que no se puede expresar con palabras o su reconocimiento tardío al recibir un Óscar honorífico que ninguna de sus músicas había recibido.

Hay muchísimo Morricone en este espectáculo; tal vez demasiado porque al Morau director de escena, el Morau que además de dirigir su compañía, La Veronal, desde 2004 es hoy artista asociado del Staatballet de Belín y solicitado por los grandes ballets de todo el mundo, siente una admiración tal por el músico que le cuesta poner un final. Siempre encuentra algún pensamiento, alguna imagen que añadir a un trabajo escénico que, por desgracia, nunca logrará transmitir del todo la riqueza infinita que, a lo largo de tantos años, se fue cristalizando en la mente del compositor.

Porque todas las elecciones son de Marcos Morau. Sus imágenes en penumbra de un mundo en transformación, sus muñecos y su danza, esa danza vertiginosa, ilógica y absolutamente coral, completamente suya, a la que los quince bailarines del Aterballetto se entregan de un modo realmente admirable.

Uniformados con sus pantalones grises, sus tirantes y sus gafas, los bailarines y bailarinas de un ballet que llegó por primera vez al Maestranza en 2006 (antes de reaparecer en el Festival de Itálica) hoy convertido en Centro Coreográfico Nacional, demuestran una formación y una técnica que les permite bailar piezas de coreógrafos y estilos completamente diferentes.

Un equipo compacto que se mueve casi siempre en grupo, como un banco de peces o una bandada de pájaros, aunque haya algunas individualidades y de pronto aparezca un bailarín en bicicleta y nos recuerde al Jeremy Irons de La Misión.

El estupendo elenco logra materializar el sueño de dos grandes como Morricone y Morau e incluso se atreven a poner voz, en el último final, a ese himno que todos hemos cantado alguna vez y que nos deja un poso de melancolía y un nudo en la garganta: La balada de Sacco y Vanzetti que interpretara la mítica Joan Báez.

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