El oleaje de la paternidad

Juguetona y luminosa, liviana y poética, musical y cálida, No hay amor perdido narra en clave de cuento moderno melancólico y excéntrico la relación entre un padre treintañero y su hija postadolescente ante la inminente separación y el acecho del síndrome del nido vacío.

Lejos de toda gravedad dramática, Erwan Le Duc (Bajo control, Perdrix) se despega de lo real para planear con libertad iconoclasta por los escenarios y tiempos de ese pequeño duelo vital compartido. Antes, en un prólogo de aire slapstick, ha sido capaz de sintetizar el amor fugaz y truncado que dio como fruto a esa hija que ahora está a punto de marcharse a otra ciudad para continuar sus estudios artísticos mientras el padre lidia con sus inseguridades, la venta de la casa familiar, su trabajo como entrenador de fútbol amateur, una nueva novia taxista y el joven pretendiente romántico de su hija que le escribe poemas épicos.

La película coge vuelo en su propia forma dúctil y mutante plagada de rimas, aceleraciones y paradas, siempre un metro por encima del suelo, aún a riesgo de alguna caída o algún gesto améliesiano que desbarate su encanto fabulador. Los sortea con éxito, sobre todo porque da gusto ver esos ojos grandes y vivos de Nahuel Pérez Biscayart insuflando vitalidad, temblor, comprensión y asombro a cada nuevo giro del destino como padre amoroso y cordial de una hija que, para qué negarlo, todos querríamos tener en casa. Incluso en esa revelación coreografiada o ese viaje final a la costa portuguesa donde la búsqueda de la madre huida no deja de ser un espejismo para apuntalar ese afecto compartido para el futuro.