La noche en que Guitar Sam actuó en el Honeydripper

Danny Glover regenta en un pueblo de la Alabama de 1950 un local de 'blues' llamado Honeydripper.
Carlos Colón

19 de mayo 2008 - 05:00

La expresión Honeydripper, que designaba a un tipo seductor en el argot negro, se popularizó tras ser adoptada como nombre artístico por el gran pianista y cantante de blues Roosevel Sykes (1906-1983), que alcanzó una gran popularidad con su banda The Honeydrippers. La palabra se hizo aún más popular cuando Joe Liggins grabó en 1945 su canción Honeydripper, que ocupó los primeros puestos de la lista de éxitos de la música negra -entonces llamada The Race Records- durante varios meses de los años 45 y 46, convirtiéndose en uno de los primeros símbolos del éxito de rhythm & blues en su rápido camino de transformación en las primeras formas del rock & roll. Quedaban poco a poco atrás los maestros del blues tradicional, superados por el éxito de estas derivaciones más rítmicas, bailables y vendibles en el nuevo universo musical ya del todo dominado por las industrias discográficas y la difusión radiofónica (las emisiones en frecuencia modulada, y con ello la era de las radios musicales, se inició en los Estados Unidos en 1941; el disco de vinilo se impuso a partir de 1949 y las radios portátiles de transistores se fabricaron a partir de 1954).

De este universo parte esta hermosa película de John Sayles, tierno homenaje al universo sureño del blues en el momento de la irrupción del rhythm & blues y el rock & roll. Tyrone Purvis (excepcionalmente interpretado por Danny Glover, primer actor de un reparto magníficamente escogido y aún mejor dirigido por Sayles) regenta en un pueblo de la Alabama de 1950 un local de blues llamado Honeydripper. Frente a él un negocio rival triunfa ofreciendo música grabada de moderno rhythm & blues.

En el bello y emocionante arranque de la película una anciana cantante, de la que se adivina que conoció mejores tiempos, canta un desgarrado blues en el local casi vacío mientras llega el eco de las guitarras eléctricas que suenan en la competencia. Hay que hacer algo. Y Tyrone, con dolor de su corazón pero acosado por las deudas, despide a la vieja cantante (maravillosamente interpretada por la veterana reina del blues Mable John) y contrata al joven Guitar Sam de Nueva Orleáns, que está triunfando en el R&B a través de las radios locales. Pero el día del concierto Guitar Sam es hospitalizado y Tyrone ha de buscar un sustituto.

Este simple argumento, espléndidamente escrito por el propio Sayles como una pieza teatral, sirve para desplegar un amable fresco costumbrista (del que no está ausente el drama o la denuncia de la segregación) interpretado por el bueno de Tyrone, su bondadosa mujer (Lisa Gay Hamilton), su encantadora e inocente hija (Yaya Da Costa), el orondo amigo y hombre para todo de Tyrone (Charles S. Dutton), el rijoso sheriff racista (un recuperado y siempre espléndido Stacy Keach), la anciana cantante de blues y su devoto marido (magníficos Mable John y Vondie Curtis Hall), y un joven guitarrista de R&B que aparece por el pueblo sin sospechar que allí tendrá dos encuentros felices y decisivos que cambiarán su vida (el actor y cantante Gary Clark Jr.).

John Sayles, que está aquí a la altura de sus grandes obras (Passion Fish, Lone Star o Limbo), monta con estos personajes -maravillosamente interpretados: hay que repetirlo- una amable pieza de cámara en la que late un eco sinceramente bienintencionado de los universos de Frank Capra o Jacques Demy.

La dirección fotográfica del maestro de la luz Dick Pope, responsable de la dirección fotográfica de Secretos y mentiras, Vera Drake o El ilusionista, envuelve este cuento de hadas contado a ritmo de blues en una luminosidad sureña que refuerza su carácter de amable ensoñación rebosante de buenos sentimientos y aún mejor música. Una delicia.

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