La palabra creadora de Angélica Liddell

Vudú (3318) Blixen | Crítica de teatro

Los parlamentos de la actriz constituyen el eje principal de la monumental obra.
Los parlamentos de la actriz constituyen el eje principal de la monumental obra. / Luca del Pia

La ficha

**** ‘Vudú (3318) Blixen’. Angélica Liddell/Atra Bilis. Texto, dirección, escenografía y vestuario; Angélica Liddell. Intérpretes: Nicolas Chevallier, Angélica Liddell, Borja María López, Mouradi M’Chinda, Juan Carlos Panduro y Gumersindo Puche. Con la colaboración especial de: Ahimsa, Yuri Ananiev y el notario José María Sánchez-Ros. Pareja de baile: Ramón Gavilán y María Rosa Pié. Y también: Francisco Artacho, Carmen Atienza, Mimi Avomo Eyama, Carmen Caro Villegas, Alessandra Cavallari, Ada Coca González, Javi Conde Duque, Marina Cruz, Aisha Cruz, Lucía Cuerva, Javiera de la Fuente, Martina Gómez Ortega, Julieta González Hernández, Maryola Jiménez Tornero, Andrea Martínez Fernández, Ana María Mauri, Teresa Millán, Mia Monplaisir, Carla Morera, Olga Navalón, Mercedes Navarro, Elena Parro de la Flor, Raúl Pavón Quero, Juan Pichardo Martín, Gonzalo Polo Pérez, Dorota Ptaszekk, Sofía Quintero de los Ángeles, Julia Rey, Fernando Rodríguez Tristancho, Alejandra Ruiz de Alda, Tatiana M. Ruiz Estanga, África Salguero, Jorge de Santos, Irene Ventura-Lucena, Elvira Vergara Amador. Iluminación: Javier Ruiz de Alegría. Lugar: Teatro Central. Fecha: Viernes, 7 de marzo. Aforo: Lleno.

Cuando a comienzos de la temporada pasada visitó el Central con Liebestod. El olor de la sangre no se me quita de los ojos, Juan Belmonte, decíamos que Angélica Liddell era una creadora absolutamente necesaria para nuestro teatro, cada vez más lleno de ‘documentos’, más apegado a una realidad hoy por hoy desesperantemente inaprehensible.

Escritora, dramaturga, directora, actriz… Lidell ha recibido un montón de premios y su teatro, siempre más allá de los límites políticos o morales, ha sido ya, si no comprendido del todo, sí aceptado, asimilado y fagocitado por un público que anoche llenó a rebosar el Teatro Central y, tras casi seis horas de espectáculo, la despidió con vítores y palmas por bulerías.

Su monumental Vudú (3318) Blixen se presenta como un ritual satánico en el que la mujer, como hiciera –dicen- Karen Blixen (la autora de Memorias de África), para conseguir el éxito, hace un pacto con el diablo para que la deje escribir y destruir a alguien a quien amó con pasión y que la abandono de una forma vil y despiadada.

Con esta premisa, Liddell orquesta una fastuosa ceremonia en cinco actos, muy desiguales y escandidos por pequeñas pausas, en la que la creadora despliega su rico arsenal escénico y filosófico.

Para crear esas poderosas y simbólicas imágenes que la caracterizan, y que se cuelan en nuestro subconsciente sin que nos demos cuenta, la directora escénica echa mano de algunos de sus colaboradores (entre ellos, Gumersindo Puche, la otra mitad de su compañía Atra Bilis), de 35 figurantes locales (jóvenes de largas melenas, ancianas, menores…), además de animales muertos, como gallinas y conejos, y aves vivas como el cuervo del último acto.

Entre los elementos, docenas de claveles, blancos en el primer acto y rojos en el segundo, kilos y kilos de arroz, un telón de encaje y, para el cuarto acto, el más hermoso en nuestra opinión, un montón de símbolos religiosos –es la Navidad de 2022, nos dicen- como las cruces de tantas tumbas de desaparecidos anónimos, los panes y los peces, y un correr del vino, la sangre de Cristo, cuyo olor llegará hasta el patio de butacas y, mezclado con una lluvia de leche, blanca y lechosa, sumergerá el escenario en un caos que -a los menos jóvenes- nos trae a la memoria a ese otro poeta rebelde de la escena que es Rodrigo García.

Con todo, a pesar de su desesperación existencial y de su continua provocación, Liddell ama la belleza y, de un modo u otro, esta acaba siempre por imponerse.

Angélica con el grupo de las jóvenes figurantes.
Angélica con el grupo de las jóvenes figurantes. / Luca del Pia

Sin embargo, por encima de toda la parafernalia escénica que despliega, y aunque es capaz de montar un simbólico tercer acto en silencio, casi surrealista, que termina con el asesinato de un niño, la protagonista absoluta de esta ceremonia de vudú es su palabra, son los textos, cortantes como cuchillos afilados, de la Premio Nacional de Literatura. Unos textos dichos por una voz que la actriz experimentada que es modula a su antojo, mirándonos a los ojos desde el centro mismo del escenario.

Una voz que puede ser armoniosa para luego, en un segundo, vomitar a gritos toda la rabia que acumula desde la primera papilla: la soledad, el desamor, la maternidad frustrada, los instintos homicidas –comunes a tantas personas, aunque sea terrible admitirlos y políticamente incorrecto expresarlos-, el miedo al deterioro de la vejez, sus ansias de desaparecer...

Una voz con la que, vestida de rojo al principio, desgarra el Ne me quitte pas, nos grita y nos advierte con el fuego de una Juana de Arco, nos sorprende teatralizando magistralmente el relato tremendo y soez de la “puta perra”, nos describe hasta el aburrimiento en el segundo acto la catadura moral de los donjuanes o nos emociona, nos llega a las tripas en el cuarto, saltando de su historia personal a la de los dos niños de Carabanchel, los dos primos de 17 y 11 años, que fueron encontrados, descuartizados, en un vertedero de Toledo.

La presencia de la sangre es una de las constantes en el teatro de Angélica Liddell.
La presencia de la sangre es una de las constantes en el teatro de Angélica Liddell. / Luca del Pia

El cuarto acto termina con una defensa del amor como verdadero y necesario motor para la vida. Y podría haber sido un hermoso y redondo final. Pero a la rebelde le quedaba aún un capítulo por escribir: el de su obituario y su funeral. Así, tras espetarnos durante casi media hora, en la más completa oscuridad, un texto terrible sobre la podredumbre de la vejez y la falta de esperanza que supone, nos regala una escena final en la que, mediante un testamento leído por un notario (auténtico), dispone que la entierren vestida de blanco con un libro de Baudelaire, con música de Bach y con 101 cañonazos, que se oyen en su totalidad, no lo duden.

Una escena cien por cien Liddell, enmarcada en una caja escénica cubierta de terciopelo rojo que, en una última vuelta de tuerca, termina con la protagonista del entierro, vestida con un traje blanco inmaculado, fumando y bailando Alegría de vivir, la célebre canción que Ray Heredia compuso poco antes de morir por sobredosis, mientras un enorme cuervo negro vuela tranquilo por el escenario.

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