Tan parecido al cielo
El órgano | Crítica
Diego Sánchez Aguilar presenta en ‘El órgano’ una novela tan desasosegante en su desarrollo como firme en su reivindicación de la literatura como medio para conocer (inventar) el mundo
Agosto es un mes diabólico
La Ficha
El órgano. Diego Sánchez Aguilar. Editorial Candaya. Barcelona, 2025. 128 páginas. 16 euros.
La publicación de Los que escuchan (2023) confirmó para Diego Sánchez Aguilar (Cartagena, 1974) lo que para entonces ya era un secreto a voces: su consolidación como una de las voces más hondas, valientes, distintas, capaces y asombrosas de la narrativa y la poesía contemporáneas en lengua española. Aquella obra no se conformaba con la aspiración a la novela total, sino que se llevaba esta categoría a territorios inexplorados y revelaba hasta qué punto entraña una responsabilidad moral escribir y leer más allá de las convenciones y fórmulas al uso. Ahora, Sánchez Aguilar ha decidido desvestirse de tales magnitudes en su última obra, El órgano (publicada, como sus anteriores libros, por la editorial Candaya), una novela corta, de poco más de un centenar de páginas frente a las más de quinientas que contenía Los que escuchan, ambientada en un escenario concreto y bien reconocible en contraposición (tal vez) a los mundos inabarcables sondeados en su anterior título. Resulta hasta cierto tiempo lógico que, tras un órdago narrativo de consecuencias previsiblemente agotadoras, el instinto de un escritor tienda a conformarse con un trabajo de hechuras más modestas, pero justo esa es la premisa que, de darse, debe quitarse el lector de la cabeza cuanto antes: en su brevedad, El órgano es una novela de abrumadora exigencia, en las antípodas de cualquier noción de conformidad. Sus hallazgos artísticos no son menos ni de inferior voltaje respecto a los advertidos en Los que escuchan; quizá, al contrario, ciertos valores quedan aquí expresados con mucha más autoridad y alcance. En más de un sentido, El órgano es una novela de una perdurabilidad diamantina, como seguramente nunca antes (sí, lancemos el órdago) en la escritura de su autor: no resulta fácil, ni mucho menos, salir de aquí, tal y como se espera de la literatura cuando es de verdad.
El argumento puede articularse en pocas palabras: en un pequeño pueblo de montaña, cuyo nombre no conocemos, una iglesia arde y el organista muere. Un funcionario, igualmente anónimo, acude al municipio para intentar esclarecer los hechos y elaborar un informe. Para ello, este investigador, cuya voz tampoco escuchamos, se entrevista con distintos personajes, que van articulando así la narración con sus testimonios e impresiones. El órgano tiene mucho de novela policiaca, cierto, pero trasciende el género para provocar un acercamiento a la realidad que solo la literatura, precisamente por su capacidad de contar, puede procurar. Los argumentos expuestos por el herrero, el maestro, el tabernero y el padre, personajes centrales en la historia, se circunscriben a la distinción empírica de lo que en el mundo podemos conocer y lo que no, más allá de sus verdades y mentiras (solo el idiota se abstrae de cualquier solución aplicable desde el conocimiento, y por eso es el verdadero protagonista de esta novela); pero no tardamos en advertir, ya desde las primeras páginas, que Sánchez Aguilar nos está llevando a otro mundo. En El órgano, cuestiones axiales en la historia de la literatura y ahora en desuso, como el destino, adquieren una actualidad furiosa. Las tres hermanas que surcan la narración de principio a fin evocan a aquellas otras tres hermanas de Macbeth con igual alcance, la posibilidad de leer los acontecimientos más allá de sus apariencias y de advertir la contingencia de cada sujeto respecto a su propio destino: ellas indican quién miente y quién dice la verdad, lo que le sirve a Sánchez Aguilar para llevar el rompecabezas propio de la novela policiaca a una encrucijada existencial. Las referencias a la Comedia de Dante están cargadas de intenciones: el autor pisa firme en la mejor tradición literaria para que en su escritura los límites entre la vida y la muerte, entre el cielo y el infierno, vuelvan a diluirse. El órgano confirma hasta qué punto otra literatura no solo es posible, también necesaria; y en qué medida tal hallazgo depende la habilidad de este arte a la hora de mirarse a sí mismo y de clarificar de dónde viene.
Con el telón de fondo guerracivilista servido en la medida más justa, El órgano habita un límite tan cerca del cielo que se parece demasiado al infierno: “Me preguntaba si acaso ese era el rostro de Dios, si esa carne sanguinolenta y esas vísceras cosidas eran el verdadero rostro de Dios al que yo había dedicado mi vida”, admite el padre, convencido de que la confluencia inaceptable de la condena y la salvación, como si en realidad Dante nunca hubiera dado un paso, es la primera señal para el reconocimiento de la realidad. Por eso, el padre es uno de los pocos que confiesan la verdad; y, por eso, podemos leer El órgano como una reivindicación radical de la literatura como mecanismo para nombrar (esto es, inventar) el mundo. Porque todos aquellos mundos terribles y celestiales, claro, estaban en este.
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