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"Soy el menos periodístico de todos los fotógrafos de la agencia Magnum", sospecha Harry Gruyaert (Bélgica, 1941). Bien trabajando para la célebre agencia, a la que se incorporó en 1981, como en sus propios proyectos, su cámara busca esquivar "los peligros del periodismo" para dejarse guiar por una "intuición" que en 1976 le valió el premio Kodak. Fue el reconocimiento a su trabajo sobre Marruecos, país al que no sólo ha vuelto en repetidas ocasiones, sino que también se convirtió en el punto de partida de su carrera como trotamundos. Marruecos es, precisamente, la exposición que, siete años después de su primera exhibición en Sevilla, rescata la Fundación Tres Culturas dentro de los actos de celebración de su X aniversario.
-Usted viajó allí por primera vez desde Londres a finales de los 60, cuando parecía haberse convertido en una meca psicodélica...
-Entonces vivía entre París y Londres. Tenía un encargo de un periódico para hacer un reportaje, pero después volví muy a menudo. En conjunto, creo que pasé allí el equivalente a uno o dos años. Cada vez iba por un mes, en primavera o en verano, y lo hacía ya sin encargo. Conozco a demasiados fotógrafos que trabajando para periódicos piensan tanto en cómo va a ser utilizado su trabajo, y lo hacen de manera tan profesional, que acaban perdiendo su personalidad. Y yo no quise que mi visión de Marruecos estuviese condicionada, sino que fuera algo intuitivo y personal, no periodístico. Hacía otros trabajos por encargo para ganar el dinero suficiente que me permitiera viajar a allí por mi cuenta, solo, con mi furgoneta. La visión psicodélica estaba en la cabeza de la gente que viajaba allí. Me encontré con europeos y americanos, pero no era eso lo que a mí me interesaba.
-¿Qué encontró en Marruecos para volver de manera reiterada?
-Nunca había visto un lugar así, con esos paisajes, con esa variedad entre el Atlas y el mar, del Atlántico al Mediterráneo. La manera en que la gente se vestía, con colores fuertes. La calidad de la luz y el sentimiento de volver 100 o 200 años atrás. A veces pensaba que acababa de caer en un cuadro de Bruegel o algo así.
-¿Un Marruecos muy diferente al de hoy?
-Sobre todo en las ciudades. Si vamos muy lejos podemos encontrar cosas similares, pero el país ha cambiado, igual que yo. Ésta es una exposición antigua, pero he seguido trabajando en un libro que pienso sacar pronto y en el que se observa esa evolución de un país que es cada vez mucho más urbano.
-Es la misma exposición que presentó hace siete años...
-Sí, así lo pidió la fundación. En el catálogo sí hay fotos más recientes, que fueron hechas de noche. La razón es simple: en la época en que hice las fotos de la exposición no había películas que me gustasen que permitieran trabajar de noche.
-Usted es de los que se resistió a la fotografía digital...
-Sí, pero desde hace tres o cuatro años trabajo sólo en digital. Una razón es que sólo un laboratorio en todo el mundo, que está en Estados Unidos, sigue revelando las películas con las que me gustaba trabajar, y creo que en un año o dos habrá desaparecido. Pero también hay otra: tenía miedo a lo digital. Sin embargo ahora estoy contento. La calidad ha aumentado tanto que tengo más control que antes sobre mi trabajo.
-¿Retoca?
-Trabajo sólo sobre el disparo. No hago Photoshop, al menos no para desplazar o añadir cosas. Lo curioso es que ahora puedo ir mucho más lejos que la película y paso más tiempo en el laboratorio, comparando, comprobando.
-La India, Egipto, Japón... ¿Marruecos fue el detonante de su nomadismo?
-Sí. Hay pocos países que no me hayan gustado, por distintas razones. También hice un libro sobre Bélgica, mi país natal, y era una relación muy difícil, fascinante, de amor-odio. Ahora trabajo mucho en Tokio, en Shangai, en Nueva York... Es la urbanidad lo que hoy me interesa, aunque he hecho cosas muy diferentes, porque me gusta cambiar.
-¿Citar la pintura como influencia de tal o cual fotógrafo se ha convertido en un lugar común?
-En mi caso esa influencia existe, porque siempre me ha gustado la pintura. Quizás no soy consciente, pero cuando pienso en ello me doy cuenta de que es cierto. Soy un fotógrafo intuitivo, me siento atraído por ciertas situaciones, luces, colores... Cuando estoy frente a una pintura flamenca, en El Prado, por ejemplo, tengo un lazo muy físico, sé que provengo de ahí, y así lo siento. Hay una conexión. Me ocurrió algo divertido al respecto con Cartier-Bresson, que sólo trabajabaen blanco y negro, porque no le gustaba el color. Cuando vio mi primera exposición sobre Marruecos, con fotos de menor calidad que éstas, me dijo: no está mal, pero ¿no te parece que aquí habría venido mejor algo más de rojo? Cogía muestras de papeles coloreados y los ponía encima de la foto para comprobarlo. Y en efecto, no estaba equivocado. Aquello lo preocupó tanto que me envió un libro de su maestro de pintura, André Lhote. No le gustaba el color, pero sabía perfectamente cómo utilizarlo.
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