Esperanza Albarrán. Catedrática de Griego

"Es una perversión ver la universidad como un sitio para formar profesionales"

  • La profesora recibe hoy un homenaje de sus antiguos alumnos, quienes le han dedicado un libro que glosa la carrera de esta apasionada defensora de las Humanidades y de la enseñanza pública.

El anárquico coro de voces estridentes que suena en el patio al otro lado de la pared, donde los muchachos hacen deporte, las sillas y las mesas removidas imperiosamente en la planta de arriba, los timbres eléctricos que pautan las clases y los descansos, todo, comenzando por la austera salita de reuniones donde se desarrolla la conversación, recuerda a cada instante en qué lugar estamos. Esperanza Albarrán siempre se ha sentido cómoda en este ambiente. Tanto, que ni siquiera su jubilación anticipada en 1998 la apartó de su querido Instituto San Isidoro, al que llegó hace más de 50 años con su cátedra de Griego recién obtenida.

Nacida en Zamora en 1933, hija de un catedrático de Matemáticas y alumna de Martín Ruipérez en la Universidad de Salamanca, Albarrán representa lo mejor, lo más noble de la enseñanza pública española, en estos días tan acosada y desprestigiada desde diversos frentes. Lejos de las teorías autocomplacientes formuladas desde la distancia, ella decidió asumir consecuentemente que una sola voluntad no basta para hacer frente a la complejidad del mundo, pero que no por ello deja de ser nuestra la responsabilidad de pedirle unos estatutos más amables.

Albarrán dio clases durante 12 años en la Universidad Hispalense, y allí pudo haberse quedado si así lo hubiese querido, pero prefirió, sin embargo, cambiar el mayor brillo social de las aulas universitarias por las mucho menos agradecidas de la enseñanza secundaria. Quienes la conocen bien dicen que vivió su labor docente prácticamente como un sacerdocio, y por eso, y por la profunda huella que dejó en tantos y tantos alumnos -a quienes ella, cuenta ahora, siempre procuró tratar "como si fueran las personas más elevadas, porque en principio lo eran"-, muchos de ellos le brindan hoy un homenaje en la Casa de la Provincia.

"Tengo el nerviosismo típico. Desde luego más nerviosa que dando clases sí que estoy", dice la profesora, que durante este acto, a partir de las 19:30, asistirá a la presentación de un libro pequeño y hermoso, editado con verdadero mimo por la Diputación de Sevilla y en el que se recogen textos de dos antiguos discípulos suyos -el catedrático de Filología Griega de la Universidad de Valencia Antonio Melero y el editor y crítico literario de Diario de Sevilla Ignacio F. Garmendia-, junto con las palabras que la propia Albarrán pronunció hace 13 años durante un acto de despedida organizado por sus compañeros.

La despedida, a la postre, no fue tal, o no se hizo completamente efectiva, porque la profesora sigue hoy acudiendo todos los días al Instituto San Isidoro, en la calle Amor de Dios. Primero ayudó a catalogar los libros de la biblioteca del centro, entre los cuales hay valiosos volúmenes de griego antiguo fechados en el siglo XVI. Ahora se afana "como una hormiguita" en la ordenación y clasificación del enorme archivo histórico del instituto. "Falta tantísimo por hacer... Tendría que vivir 150 años por lo menos para terminar. No nos va a dar tiempo", dice con una sonrisa en la que se adivina más determinación que cualquier indicio de amargura o melancolía.

A nadie se le puede escapar que homenajear a esta mujer, con esta trayectoria y estas pasiones indoblegables, es también homenajear y reivindicar la enseñanza de las Humanidades, orilladas -en el mejor de los casos- en los planes de estudios. Albarrán se jubiló muy enfadada por ello, aunque también por algunas cuestiones más, pero aun así el balance de su carrera docente no deja de ser "muy bueno". "Para mí siempre ha sido un placer dar clases, tanto en el instituto como en la universidad, y si fue así se debió sobre todo a mi relación con los alumnos, de eso no hay dudas. Me gustaba ir viendo cómo iban cambiando los alumnos: si eran buenos, porque se interesaban, y si eran menos buenos, porque iban mejorando. Aunque nunca pensé que era una buena profesora. Lo estoy empezando a creer ahora porque me lo dicen unos y otros".

"El problema ha sido el menosprecio hacia el griego, hacia la asignatura", continúa la profesora, y la charla se orienta, inevitablemente, hacia el prolongado y a veces hasta orgulloso menosprecio social, en ocasiones también académico, de las materias humanísticas. "Malo. El futuro en este sentido lo veo malo. Cada vez peor. Está ocurriendo no sólo aquí, sino también en sitios con gran tradición humanística, como por ejemplo Francia. Y pasa desde hace muchos años. Cuando se dice: es que lo hace falta son las nuevas tecnologías en vez de esto. Bueno, las dos cosas, ¿no? Es un error plantearlo así", lamenta Albarrán, que también encuentra en el utilitarismo desbocado de la sociedad algunas otras explicaciones.

"Eso viene de una sociedad elitista y mercantilista que sólo busca que le vaya mejor económicamente. Y se ha ido corriendo la voz, entre los padres, en la sociedad, vamos, de que los inteligentes hacen ciencias, y que por lo tanto hacer letras es un desperdicio. Lo dicen incluso algunos profesores. O sea, que de lo que se habla es de porvenir crematístico. Hay muchos equívocos aquí. No se puede admitir que ante cualquier operación matemática te digan: es que yo soy de letras. O al revés: que un alumno tenga una mala ortografía o no sepa escribir y que se excuse diciendo que es de ciencias. Esta división tajante entre lo uno y lo otro no tiene sentido. ¿Por qué separarlo? Cuanta más formación se tenga, mejor".

Para Albarrán, el estudio del griego, su sentido último, está relacionado de alguna manera con la preocupante situación de la enseñanza en España, no sólo en los centros públicos. Comprender un texto original de Homero, traducirlo, es cualquier cosa menos fácil. "Como siempre digo, cuando algo es difícil se aprende mejor", señala. "Es verdad que se han hecho algunas cosas mal: a veces, por ejemplo, hemos abusado de la cuestión gramatical. Pero estudiarlo sirve muchísimo para el desarrollo intelectual, aparte de que ayuda y muchísimo al manejo y la comprensión de la lengua propia. Siempre ha sido una asignatura muy seria, los alumnos tenían que entregarse de verdad a ello. Y llevaba implícita muchas cosas: historia, literatura, filosofía...".

Cuando se jubiló, la profesora protestó contra los sucesivos planes de estudios que conoció mientras estaba en activo, todos los cuales, al margen de los matices particulares, rebajaban en su opinión el nivel de exigencia a los alumnos. "Y no ha cambiado -afirma-. Bueno, sí, ha empeorado, por lo que dicen mis compañeros. Ha habido un deterioro indudable en la enseñanza. No sé por qué hacerla obligatoria tiene que significar bajar tanto el nivel. Es cierto que han llegado alumnos inmigrantes, algunos igual de buenos o mejores que los nacionales, y es cierto también que antes estaban obligados hasta los 14 y ahora hasta los 16, lo cual crea una serie de problemas dentro de las aulas; eso es cierto, pero es que yo creo que facilitarles las cosas no les mejora. Y otra cosa, el no poder repetir, el hecho de que esté tan mal visto. Yo convencí a los padres de algunos de mis alumnos de que no era malo, hasta tal punto que varios, después de repetir, se convirtieron en alumnos excelentes, con lo cual obtuvieron una autosatisfacción y se sentían bien bien respecto a sus compañeros".

"El desprestigio de la enseñanza pública quema", admite, pero es un desprestigio "injusto y provocado". "Llegaba un partido al gobierno y cambiaba todo lo anterior. Nunca ha habido unidad. No se ha escuchado al profesorado ni a los expertos. Porque esto no es de ahora. La degradación empezó hace tiempo. Y por si no teníamos bastante con que hiciera cambios cada Gobierno, todos despistados, luego llegaron las comunidades con su propia Historia, con su lengua real o inventada... o lo de Madrid, ese instituto de la excelencia, como lo llaman. Pero bueno, vamos a ver, si una de las claves de la educación es la mezcla de clases sociales y la mezcla de niveles intelectuales, porque el estímulo de los buenos ayuda a los demás. ¿Qué necesidad hay de segregar? Es fruto de una sociedad clasista: lo que debería estar al servicio de una igualación social se ha convertido en algo completamente opuesto. Parece mentira que esto ocurra, después de lo que vimos durante el franquismo".

La institución universitaria, a la que ella adora por sí misma y por la trayectoria de su padre, tampoco se libra de sus críticas. "La universidad no acudió al socorro de los institutos en su momento y ahora se está dando cuenta de la magnitud del problema. Se ha hecho muy provinciana. Se crearon demasiadas. ¿Una por cada provincia? Es completamente absurdo. Habría sido más barato que dieran becas con ese dinero. Y además yo no creo que la universidad sea un sitio para formar profesionales, no sólo para eso. Es una falacia y una perversión. Ésa no debería ser la función de la universidad; aunque la universidad, por dar una formación, ayuda. El caso es que con ese planteamiento las Humanidades no valen, claro. Si se pretende que al acabar gane uno mucho dinero, se compre un piso y un coche y tenga uno ya la vida resuelta... eso no lo puede dar la universidad".

Albarrán solía decirles a sus alumnos que si empezaban copiando en los exámenes acabarían defraudando a Hacienda. Le gustaba hablarles de las innumerables elecciones que todos debemos afrontar en el día a día, un plano de escala quizás pequeña pero que no obstante acaba indicando más o menos quiénes somos. Ella tuvo que plantearse una cuestión crucial como fue la de seguir en la universidad o no, y descartó el camino más fácil. "Cuando llegué a Sevilla no había ninguna tradición de Clásicas, no había profesores, y por eso yo di clases durante 12 años. Pero nunca fui investigadora; luego empezó a llegar gente y entendí que había que dejar sitio a los demás. ¿Hice mal? Yo nunca me arrepentí".

Y al instituto volvió, para hacer lo que más le gustaba, esta mujer que llegó a la ciudad "con rebeldía personal, con ideas de búsqueda de libertad para mí y para los alumnos", y que no sabe precisar por qué muchos de ellos alabarán hoy, como vienen haciendo en la intimidad desde hace años, su "magisterio moral", como señala en el libro el profesor Melero. "Siempre defendía en clase la vocación, que había que estudiar lo que a uno le gustaba. Era muy exigente, pero cercana. Les decía que había que convencieran a sus padres, pero que si no lo conseguían, que siguieran su camino. Eso, en la Sevilla de entonces, debía de ser muy subversivo".

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