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Premio Nobel de Literatura
El veredicto sueco no sorprende a nadie: Peter Handke es uno de esos escritores cortados por el sastre específicamente para ser premio Nobel. No sólo porque, al abrir al azar cualquiera de las páginas de cualquiera de sus muchas obras (teatro, diarios, artículos, ensayo, narraciones diversas, algunas con el título de novelas, dilatadas durante más de 50 años) nos aturda la grave solidez de los párrafos, edificados muchas veces al estilo de esas ciudades grises que abundan en sus historias, ni por la frecuencia, en uno y otro punto y seguido, de términos como soledad, abismo o incomunicación: también, y sobre todo, porque Handke es europeo, centroeuropeo para más señas, y no hay nada más Nobel (digan ellos lo que digan) que un escritor nacido en las tripas del mundo, entre sus peores crisis de tos y enteritis, entre las hemorragias internas y los gases mal digeridos. Es como si, en este premio, el Nobel volviera a premiarse a sí mismo.
En uno de sus textos más poderosos, Ensayo sobre el cansancio, leemos la siguiente declaración: "Veo ante mí a un narrador que llora y a otro que ríe: el uno, al margen; el otro, en el centro, afirmando su derecho". El del autor y su posición en el relato, sea lo que sea que se entienda por este último, es quizá uno de los nudos centrales de la literatura de Handke, como de toda la literatura centroeuropea en general. Acosado por una niebla de presupuestos que no pueden ponerse negro sobre blanco, hostigado por las sombras sucesivas de la irracionalidad, de la inmoralidad, del subconsciente y la superstición pura y simple, el autor-protagonista de sus textos se pierde en digresiones eternas sobre una y otra cosa, recuerdos ociosos de juventud, imágenes de la madre muerta, paisajes de viajes reales o imaginarios (muchos a España) que en realidad son pretextos para delatar otro tipo de ausencias, sin encontrar un camino recto que le conduzca a una salida.
Es el drama del autor perdido en el interior de una ficción que no está, que ni siquiera sabe si existe. La neurosis de Handke (pues mucha de su prosa emparienta peligrosamente con el desvarío del neurótico) consiste en la búsqueda de una posición que no figura en los mapas, que aporte una tranquilidad que ya no es asequible para un occidental, culto, escritor, centroeuropeo. No hay Imperio Austrohúngaro bajo el que cobijarse, ni filosofía hegeliana a la que apelar; ni siquiera la novela, esa madre nutricia que en el pasado auspiciaba el desempeño literario, se encuentra a mano para arrullarnos: autor y narrador, europeo y finimilenario, han de encontrar su puesto entre los escombros, condenados, leemos en La repetición, a "balbucir sílabas sin parar, sílabas de las que no sale ninguna frase utilizable, atenazados hasta la muerte por una narración que se ha convertido en un monstruo".
La narración convertida en monstruo es una especialidad germánica, por cierto. Tenemos a Thomas Mann, tenemos El hombre sin atributos, tenemos, sobre todo, la historia de Alemania en el siglo XX. Hay elementos de todo ello en la obra de Handke, cuya madre, eslovena, se suicidó sin mediar despedida en el Berlín posterior a la hecatombe: coordenadas éstas que enmarcan su literatura futura con una precisión mucho mayor que ningún horóscopo. La mujer zurda o Desgracia impeorable son recordatorios del vacío que esa figura femenina dejará entre los enseres de todos los días, revistados con precisión maniática, que llenan cualquier piso del soltero, cualquier ciudad de provincias. Alemania y sus fantasmas, encarnados en la principal de sus capitales, nutre El cielo sobre Berlín, tal vez su título, por cinematográfico, más divulgado entre el gran público. Sobre la orientación balcánica de los intereses de Handke mejor no explayarse: baste recordar su defensa, matizada o no, del imperialismo serbio durante la guerra de Yugoslavia y su lamentable apoyo a Milosevic cuando las cenizas aún ni siquiera habían tenido oportunidad de enfriarse.
Reitero lo precedente: se ha premiado a un perfil, a un busto que parecía expresamente fabricado para este premio. En el contexto actual (y más con el resoplido de internet sobre nuestras nucas) parece difícil encontrar a alguien más literario, en el sentido canónico, a quien distinguir. Alejado del milenio, enfrentado a esos espectros privados que son las antiguas estirpes de Europa, la moral de la derrota, el huérfano en un paisaje de ruinas, Handke ha compuesto un microuniverso de objetos y ciudades grises, sin salidas aparentes, en textos sumados a otros textos que eluden los géneros con tenacidad y sobre los que vuela, muchas veces en posición rasante, ese gran ave rapaz de nuestros días, la autoficción. En este sentido, resulta iluminador el interés del narrador-autor-lo que sea de uno de sus últimas producciones, Ensayo sobre el lugar silencioso, por "los últimos restos, los residuos, los fragmentos de algo que se había perdido irremisiblemente, que ya no se podía recomponer y cuyo brillo provenía únicamente de la fantasía de su pueril descubridor". Eso: la madre, el ayer, Europa, la novela, el siglo XX. Todo.
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