El vasco que quería escribir en azteca y aprendió danés

Miguel de Unamuno murió el 31 de diciembre de 1936, dos meses después del incidente con Millán Astray en la misma Universidad de Salamanca de la que fue dos veces rector

Miguel de Unamnuno, con su esposa, Concha Lizárraga, y los ocho hijos del matrimonio.
Miguel de Unamnuno, con su esposa, Concha Lizárraga, y los ocho hijos del matrimonio.
Francisco Correal / Sevilla

31 de diciembre 2011 - 05:00

(A Pilar Romero Testillano, que nació el mismo último día de 1936 en que murió Unamuno).

La imagen es del 12 de octubre de 1936. Brazos en alto, camisas azules. Un hombre con barba asediado por boinas y caras desencajadas apenas protegido por Enrique Pla y Daniel, obispo de Salamanca. Miguel de Unamuno acaba de protagonizar en el paraninfo de la Universidad de Salamanca un áspero incidente con Millán Astray, creador de la Legión. En un territorio sagrado. En la misma Universidad a la que llegó como catedrático en 1900, con 36 años, de la que fue expulsado en 1924, expulsión previa a su destierro a Fuerteventura, y en la que será repuesto en 1931. 1936 es la fecha del comienzo de la guerra civil. El último día del año, un Unamuno cansado moría en su casa después de jugar con su hijo Miguelín y contarle cuentos infantiles.

Qué lejos este crepúsculo del alborozo de su primer nombramiento como rector, frente a las fuerzas vivas de la capital castellana. Cuando el joven rector, padre de seis hijos y esperando Concha, su mujer, el séptimo, escribía: "Cada hora me trae su callado deleite, me despiertan los niños, entra el sol en mi cuarto, salgo a contemplar la sierra lejana cuando me fatigo. Tal es mi vida". Una vida desmenuzada en la biografía sobre el intelectual bilbaíno que publicaron en Taurus los profesores franceses Colette y Jean-Claude Rabaté.

Por este libro, ochocientas páginas de Unamuno, conocemos al joven que concibió la idea de estudiar azteca, inducido por los libros que su padre, panadero de profesión, se había traído de su aventura mexicana.

Aunque llegó a la cátedra con 27 años y al rectorado con 36, lo que habla de su precocidad, no fue su vida académica un camino de rosas. La historia de sus oposiciones es la de un calvario. Entre los numerosos destinos a los que opositó, figuran institutos de Cabra, Baeza y Jerez, como profesor de Psicología, Lógica y Ética o de Latín y Castellano. No consiguió la cátedra de vascuence convocada por la Diputación de Vizcaya a la que también aspirada Sabino Arana; ni las convocadas para cubrir la baja por fallecimiento del cronista y archivero titular del Señorío de Vizcaya.

Su última oportunidad antes de contraer matrimonio con Concha Lizárraga, vasca de Guernica, el único amor de su vida, son las oposiciones a una cátedra de Griego en las Universidades de Salamanca y Granada. Renuncia a la segunda plaza por coincidencia de fechas. En la primera, ante un tribunal presidido por Marcelino Menéndez Pelayo, con Juan Valera entre sus miembros, la consigue por unanimidad. Con él competía quien sería uno de sus grandes amigos, el granadino Ángel Ganivet, que en las horas de vigilia académica le hablaba de la vida de los gitanos de Granada y ya destinado como cónsul en Riga, la capital de Letonia donde pondría fin a sus días, le ayudó en el aprendizaje del sueco.

Fue Unamuno un enamorado de los entresijos del idioma. El intelectual humillado por la cloaca del fascismo en la celebración del día de la Raza tituló su tesis doctoral Crítica del problema sobre el origen y prehistoria de la raza vasca. Siempre le interesaron los misterios de la filología. Coleccionó cientos de vocablos del habla salmantina. Se valió de un ex comerciante berlinés para aprender alemán y leer en su idioma a Humboldt, el inspirador de su tesis; estudió danés para leer sin intermediarios a Kierkegaard y a Ibsen. Su don de lenguas le sirvió para sacar adelante una familia tan numerosa. Contrató con el editor Lázaro Galdiano una serie de traducciones. La de Schopenhauer recibió muy buenas críticas de Clarín. Antes de ello, todavía en demanda de cátedra, publicó un anuncio en la prensa bilbaína de clases de español "para extranjeros". Las daba en su domicilio. Todos los alumnos eran ingleses, salvo tres noruegos.

Nace en 1964. En 1872 empieza la tercera guerra carlista, en la que ambienta su primera novela, y en febrero de 1873 se proclama la Primera República. Uno de sus presidentes, Emilio Castelar, fue su profesor de Historia de la Filosofía; otro, Pi y Margall, es autor de Las nacionalidades, el primer libro político que leyó. Después leería El capital de Marx y tras su ingreso en la Agrupación Socialista de Bilbao se ofreció a Pablo Iglesias como traductor de textos para el semanario La lucha de clases, que cerró Primo de Rivera.

Hay un nexo andaluz en el autor de Niebla. Es un socio fundador de la Errikajintza (Folklore Vasco-Navarro), creada por un primo de Sabino Arana "a imitación de Antonio Machado y Álvarez Demófilo y Emilia Pardo Bazán, promotores de las sociedades andaluza y gallega", aunque el padre de los poetas nació en Santiago de Compostela (murió en Triana).

Los profesores Rabaté han seguido la pista del profuso epistolario de Unamuno. Un hombre del 98, una generación literaria marcada por la guerra y la pérdida de las colonias; en su caso, entre los nacimientos de sus hijas Salomé (1897) y Felisa (1899), por la pésima situación económica que lo dejó sin cobrar sus colaboraciones en prensa.

Fue cronista, periodista y hasta director interino de periódico. En una de sus crónicas narró la inauguración de los astilleros de Bilbao en septiembre de 1888, con presencia del ministro de Fomento y futuro presidente del Gobierno Canalejas. Siempre prefirió, cuentan los profesores Rabaté, la vida apacible en el campo de su abuela Benita a la ciudad del ferrocarril y la siderurgia.

Bilbao y Salamanca son sus dos ciudades. Un viaje no sólo geográfico, sino intelectual, desde el primigenio perfil batasuno de quien planea con un amigo atentar contra Alfonso XII tras la abolición de los Fueros Vascos por el Gobierno de Cánovas hasta su ideario castellano de polemista frente a sueños identitarios. "Me importa poco que hablemos vascuence, castellano o lapón", le escribía a Sabino Arana, "lo que deseo es que nos entendamos".

Paul Preston, en El Holocausto Español, lo sitúa como una de las grandes víctimas del horror de la guerra. Murió el último día del año del espanto para evitar que muriera la inteligencia.

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