Quiere ser 'Dr. Strangelove' y no llega a 'Bananas'
Una batalla tras otra | Crítica
La ficha
* 'Una batalla tras otra'. Acción/Comedia, EE UU, 2025, 161 min. Dirección y guión: Paul Thomas Anderson. Música: Jonny Greenwood. Fotografía: Michael Bauman. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Sean Penn, Chase Infiniti, Benicio del Toro, Teyana Taylor, Regina Hall, Alana Haim, Tony Goldwyn.
Estar a la propia altura, marcada por sus obras anteriores, es sumamente difícil cuando se han dirigido grandísimas películas. Y más aún cuando se ha cultivado la desmesura. Le es más fácil mantener la regularidad a los directores artesanos que arriesgan poco. En casi todos los casos los verdaderos maestros lo han logrado. Con algún pinchazo en sus filmografías, pero logrando estar a su propia altura hasta el final. El caso más espectacular de eclipse de talento que conozco es el de Coppola: de las dos entregas de El Padrino, La conversación o Apocalypse Now al mamarracho de El Padrino III o las fallidas Juventud sin juventud y Tetro para acabar en el grotesco delirio de Megalópolis. Ese camino lleva Paul Thomas Anderson, la gran esperanza creativa del cine estadounidense, el maestro que nos interesó con la injustamente poco conocida Sidney (1996), nos sorprendió con Boogie Nights (1997), nos deslumbró con Magnolia (1999) y nos arrolló con Pozos de ambición (2007), quizás, en lo que al cine americano se refiere, la mejor, más poderosa visual y dramáticamente película que he visto en lo que llevamos de siglo XXI junto a El árbol de la vida (Malick, 2011).
Es cierto que el esperpéntico final en la bolera de Pozos de ambición me pareció muy discutible y que entre Magnolia y ella había rodado la flojita Embriagado de amor. Pero todo quedaba absuelto por el poderío de esa obra maestra. La cosa empeoró con la fallida, pero visualmente interesante, The Master (2012) y sobre todo con la retórica y vacía Puro vicio (2014), su primer encuentro con el universo literario de Thomas Pynchon. Tras ella la elegante y gélida El hilo invisible (2017) pareció remontar para después caer en la presuntamente rompedora, y también vacía, retórica y pretenciosa Licorice Pizza (2021). Es como si lo que se intuía en el final de Pozos de ambición le hubiera devorado. No es necesario añadir que son opiniones tan personales como minoritarias, que esta película y Puro vicio tienen sus defensores y que estos son mayoría.
A esas alturas era difícil reconocer al maestro que nos interesó, sorprendió, deslumbró y arrolló con sus primeras películas. La aclamada por casi todos Una batalla tras otra lo hace irreconocible. Salvo, por supuesto, para quienes apreciaron Puro vicio y Licorice Pizza. A los que se sumarán muchos más porque en esta ocasión Anderson, reencontrándose con Thomas Pynchon esta vez en adaptación libre, mezcla en lo formal y lo temático la hueca retórica pos-underground con la sátira postapocalíptica distópica (aunque se desarrolle en el presente) de mucha violencia, humor de trazo grueso, un reparto de estrellas y mucha violencia bien filmada.
Ghetto Pat (Leonardo Di Caprio), un antiguo terrorista más bien blando y tonto de los movimientos radicales americanos de los 70, vuelve a la acción -convertido por el alcohol y la droga en algo muy parecido al nota de El gran Lebowski- tras vivir 16 años bajo otra personalidad. Lo hace porque también ha vuelto su archienemigo, el perverso coronel Lockjaw, secuestrando a la hija (Chase Infiniti) que tuvo con su compañera terrorista afroamericana Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor), que también reaparecerá tras ser dada por desaparecida.
La película empieza en los años 70 y salta a un presente en el que Estados Unidos está dividido entre la red secreta de los antiguos terroristas y la poderosa organización paragubernamental blanca, racista y xenófoba de los Amantes de la Navidad que maneja al ejército -y al coronel Lockjaw- en su lucha contra los inmigrantes, la integración racial y los antiguos radicales. Todo como sátira de la rota América de Trump que, en realidad, es mucho peor y más peligrosa que la gansada sin gracia y la traca sin pólvora que imagina Anderson.
La sátira política es un género difícil por su manejo del exceso. Anderson parece haber querido seguir al Kubrick de Dr. Strangelove (¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú). Hay muchos planos kubrickianos. La ridícula composición que hace un desmadrado Sean Penn podría ser una síntesis de los personajes que interpretaron Peter Sellers, George C. Scott y Sterling Hayden. Hasta en la cansinamente ininterrumpida banda sonora de Jonny Greenwood parecen oírse ecos de la música para el funeral de la reina María, porque también algo de Naranja mecánica podría haber. Pero el resultado queda muy lejos de Kubrick y más cerca del Bananas de Woody Allen, aunque con mucha menos gracia cuanta más pretende tener, como en el breve episodio de las monjas radicales cultivadoras de marihuana. También algo de Tarantino me ha parecido entrever. E incluso de Sergio Leone. Y, si me apuran, del peor Pontecorvo -el de Queimada-, que no del mejor, el de La batalla de Argel que se cita en la película quizás como un guiño a los amantes del gran cine político.
Abordar la sátira y la caricatura permite entregarse a todas las exageraciones paródicas. Pero debe hacerse con talento. Anderson, aunque lo tiene y como se ve en la escena de la persecución en el desierto y alguna otra, no lo demuestra. Los personajes caricaturizados son tan involuntariamente grotescos como desmadradas y gritonas son las interpretaciones de Di Caprio, Penn, Teyana Taylor o Benicio del Toro. Siempre se podrán justificar por tratarse de caricaturas voluntariamente grotescas, al igual que sucede con toda la película. Es una salida cómoda. Lo que ni así cuela es el giro blandiblú a lo oso amoroso terrorista del final, en el que la tierna relación entre padre e hija apunta a un resurgir radical revolucionario. Pero no está en lo ideológico el problema de esta larguísima película que parece durar el doble, porque es tan tosca y superficialmente elemental que no afecta a las ideas, sino en lo cinematográfico, en su carácter de inflada, sobreactuada y fallida sátira delirante. Más que representarla y criticarla, parece confirmar la quiebra de América.
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