Sin Argerich, pero con Dutoit
ROSS. Charles Dutoit | Crítica
La ficha
REAL ORQUESTA SINFÓNICA DE SEVILLA
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Gran Selección. Solista: Jean-Efflam Bavouzet, piano. ROSS. Director: Charles Dutoit.
Programa:
Hector Berlioz (1803-1869): Obertura del Carnaval romano Op.9 [1844]
Maurice Ravel (1875-1937): Concierto para piano en sol mayor [1932]
Antonín Dvořák (1841-904): Sinfonía nº9 en mi menor Op.95 Del Nuevo Mundo [1893]
Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Viernes, 12 de diciembre. Aforo: Media entrada.
Canceló Martha Argerich (por cuarta vez; tantas como intentos frustrados del Maestranza por contar con sus servicios desde la Expo'92) y con ella infinidad de aficionados, de modo que el teatro pasó de tener todo el aforo vendido a presentar una media entrada. Pero estuvo Charles Dutoit, quien, con unos 89 años increíbles, devolvió con creces a los asistentes el precio de su entrada. Si el maestro suizo empezó dirigiendo la música de Berlioz con extraordinaria sobriedad, apenas despegando los brazos del cuerpo, terminó hora y media después bailando con la música de Dvořák, permanentemente erguido, de memoria en ambos casos y con una lucidez en el desvelamiento profundo de los pentagramas que sin duda agradecieron los profesores de la ROSS en una de las mejores actuaciones de la orquesta que yo pueda recordar en los últimos años.
El sustituto de Argerich fue Jean-Efflam Bavouzet, un sólido pianista francés de 63 años que ha dejado grabada dos veces la integral de la música de Ravel (venía de hacerla en Bilbao) y mostró en el Concierto en sol por qué es justamente valorado por el entendimiento de la música de su compatriota. Su Ravel es de una claridad diamantina y de una extrema modernidad: no mira ni a la sonoridad ni a la expresividad romántica, sino a la transparencia de las texturas, a la finura del trazo, a la arquitectura global de la obra, a los juegos con el puro sonido. Lo hizo desde el primer movimiento, de un impulso y una energía que pareció aceptar todos los desafíos jazzísticos del compositor y que no se venció nunca, ni en esa segunda sección que Ravel marca como “meno vivo”. He escuchado Adagios de este concierto acaso más interiorizados y expresivos, pero pocos con la extraordinaria fluidez y el lirismo apaciguador de esta vez. En el final, la energía y la claridad se combinaron de manera brillante. Original propina, haciendo preceder una virtuosa y agilísima Toccata del Tombeau de Couperin del pequeño Prélude en la menor de 1913, que esta vez sí fue, como Ravel marca, “lento y muy expresivo”.
Si Dutoit había logrado en Berlioz un sonido esplendente de la cuerda de la ROSS (que mejora exponencialmente siempre con Alexa Farré, su concertino titular) y había extraído un caleidoscópico juego de colores con la madera, su acompañamiento en Ravel estuvo señalado por unas sutiles gradaciones de intensidad, que dejaron la iniciativa al pianista no sin remarcar los momentos de gloria que el arpa, la trompa o el corno inglés tienen en la obra. Pero lo mejor estaba por llegar: una Sinfonía del Nuevo Mundo imponente, llena de contrastes, vibrante y de un equilibrio excepcional entre el trazo general y los detalles. En el primer movimiento, esa autoridad del gesto se hizo notar desde los compases iniciales: la introducción lenta tuvo gravedad y tensión contenida, pero fue en el Allegro donde Dutoit impuso con claridad una impronta rítmica muy marcada, de pulsación firme y acentos netos, que dio al discurso una sensación de avance constante, sin pérdida de flexibilidad. La ROSS respondió con una precisión poco habitual, especialmente en la cuerda, compacta, firme y empastada, y en unos vientos perfectamente integrados en el tejido sinfónico.
En el Largo, Dutoit construyó el célebre canto inicial desde una paleta dinámica de una riqueza extraordinaria, explorando una amplísima gama entre el mezzopiano y el piano, con transiciones de una delicadeza extrema (¡no hubo momentos intrascendentes en ningún momento de su interpretación!), antes de liberar los estallidos en forte con pleno sentido estructural y sin ningún efectismo. En el Scherzo volvió a imponerse el elemento rítmico, pero ahora al servicio de una música hecha con elegante plasticidad e imparable dinamismo. El empuje fue constante, con una articulación viva y elástica, y con un magnífico equilibrio entre energía y claridad. La obra se coronó con un Final brillantísimo, apoyado en un equilibrio orquestal ejemplar. Dutoit supo graduar la tensión hasta un clímax rotundo, manteniendo siempre la transparencia de las líneas y un admirable sentido de las proporciones. Mención especial merece el metal, intenso y poderoso, pero extraordinariamente empastado, con una homogeneidad y una calidad de sonido que no recuerdo haber escuchado en la ROSS en mucho tiempo. Fue un cierre de gran impacto, que confirmó una lectura de la más popular sinfonía de Dvořák tan vibrante como rigurosa, y que situó a la orquesta, guiada por un maestro en estado de gracia, a un nivel verdaderamente sobresaliente.
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