Sierra de Sones: música a escala humana
Festival Sierra de Sones
Miguel Rivera, Chencho Fernández y Lorena Álvarez, entre otros, participan en junio en la tercera edición de este festival del pueblo jiennense de Torres
"Soy de la generación Z, pero mi música me representa a mí misma"

Enclavado en las faldas de Sierra Mágina, el municipio de Torres guarda la belleza serena de los lugares que resisten al ruido del mundo. Sus casas descansan sobre la ladera con la armonía tranquila de un pueblo que se sabe parte del paisaje y por sus calles aún se perciben los ecos de vidas humildes, de faenas bajo el sol y relatos que la tarde recoge como un susurro. Pero desde 2023, durante unos días al año el rumor del monte se mezcla con otros ritmos; guitarras, voces, vientos y percusiones llenan el aire con una nueva promesa de encuentro. Es en el último fin de semana de junio, cuando el Festival Sierra de Sones convierte a Torres en un escenario natural donde la música se confunde con el murmullo de las fuentes y el aroma del romero. Es un festival con un latido distinto, que no rompe la calma, sino que la reinterpreta. Y así, el pueblo se transforma, por unas noches, en un cruce de caminos donde la cultura echa raíces entre olivos y estrellas. Un festival que no quiere ser grande, sino verdadero. Un festival que se nutre de la escena musical sevillana, algo en lo que sin duda tiene que ver que su director técnico sea Javier Mora, a la vez codirector artístico junto a Pedro Rojas Ogáyar, torreño con gran presencia en la música de Sevilla, por ejemplo, como mitad del dúo Ruido Clavel. Por esta razón el festival fue presentado también en nuestra ciudad por este último, junto a Roberto Moreno, alcalde de Torres
Este año se celebra su tercera edición del 27 al 29 de junio, con un cartel que vuelve a conseguir algo raro y hermoso, que lo contemporáneo suene con acento rural sin disfraz, sin escenografía. Que lo nuevo tenga raíces. Aquí no hay macroescenarios, hay plaza, hay montaña, hay gente. Y sobre todo hay música, pero de la que se cuece a fuego lento. El festival arrancará el viernes por la tarde como se arranca una conversación entre vecinos que se conocen de toda la vida, sin estridencias. Para entonces ya estarán funcionando los proyectos de mediación de Antropoloops y el Colectivo Cantón y Prada, que son los encargados de que los 1.300 habitantes del pueblo participen directamente en el festival. Antropoloops repiten participación este año con un proyecto que todavía continúa gestándose, pero que en la edición anterior se ganaron el más hondo reconocimiento de todo el pueblo trabajando con adolescentes del colegio y la banda de música local, rescatando elementos musicales de la memoria colectiva de Torres de una forma que incluso sorprendió a todos. Así que este año apuestan de nuevo porque Antropoloops cree comunidad a través de la música, el recuerdo y la escucha. En esa misma línea trabajará también el Colectivo Cantón y Prada, aunque las dos artistas que lo forman, Eloísa Cantón y Sandra Prada, trabajan también con elementos del circo y la danza, además de los musicales.
En esta primera jornada los conciertos correrán a cargo de L’Exotighost y Carmen Xía en el escenario de La Pila Pellenda, un paraje natural al pie del monte. L’Exotighost desplegará su mundo de marimbas, reverberaciones y selvas sintéticas. Algo así como una postal de Hawái atravesada por cables de sintetizador Moog y atmósferas sci-fi. Carmen Xía es una gaditana de verbo afilado, que rapea como si entonara saetas, con un ritmo frontal que convierte cada verso en una proclama y cada estrofa en memoria. Pasada la medianoche, los platos se encenderán con Música Prepost para hacer bailar al pueblo como lo hacían antes las verbenas, pero con vinilos que parecen llegados de otro planeta. Nadie como Fran Torres y Pablo Peña son capaces de mezclar ritmos de vals con otros de funk y seguir con un hit ochentero haciendo que la mezcla funcione con coherencia. El sábado volverán ellos a poner el punto final a la jornada.
Pero hasta que eso ocurra, ese día amanecerá con olor a madera y en lugar de música se escuchará el eco de los martillos y las gubias en el taller de dornillos, unos cuencos de olivo -que no hay que fregar después de usarlos en las comidas, solo aclarar con agua y secar para que el aceite y la pringue vayan generando sabor y sustancia- que aquí se tallan como se canta una copla, con paciencia y hondura. La música comenzará con Miguel Rivera, sentado con su guitarra frente al pueblo en la plaza. Hay quien canta con la técnica y quien canta con la vida, Rivera hace ambas cosas. El concierto, que promete más emoción que decibelios, basado en su obra de nombre Mi historia cantada, recogerá de manera íntima las canciones más emblemáticas de Maga, la banda sevillana de la que era principal compositor. Tras él continuará el protagonismo de la voz y las guitarras de palo con Andrés Pájaro Herrera y Raúl Fernández, unos maestros del buen gusto que llevan asociados ya treinta años y con este formato de dúo dan un enorme repaso a todas las piezas interpretadas en las formaciones por las que han pasado, que forman parte ya de la memoria colectiva sevillana.
Cuando la banda del pueblo, ACM Pila Pellenda, que lleva también treinta años aglutinando a cualquier habitante de Torres con un mínimo de sensibilidad musical, se lleve a todos los espectadores, como si fuese el flautista de Hamelín en un pasacalles ceremonial, hacia el escenario del que toman el nombre, les recibirá allí Chencho Fernández con toda la grandiosa banda que lo acompaña, bajada directamente de la gloria, junto a la que este crooner de mirada oblicua consigue el equilibrio perfecto entre la técnica pulida y la obscenidad abyecta que necesitan algunas de sus canciones, en las que la electricidad y la poesía se retroalimentan constantemente en gloriosa interacción. Tras ellos, será julia de arco la que, con su despliegue escénico austero pero lleno de intención —una simple consola para bases y efectos, una guitarra eléctrica que usa con cuentagotas, un micrófono y una dosis descomunal de energía y lucidez—, se adueñe del público desde el primer instante con la fuerza magnética que irradia, que va mucho más allá del sonido para ser pura presencia, pura idea en movimiento. Lorena Álvarez traerá después canciones que huelen a helecho, que suenan como si fueran recogidas en un cuaderno a lápiz. Lo suyo es folk asturiano sin nostalgia, con el humor de una copla y la ternura de un poema. Después de cinco años sin grabar un disco, en esta primavera volverá a editar otro, que presentará en este festival.
Tras dos días de música, baile, conversaciones en los portales y platos compartidos, el domingo llegará con sabor a despedida. Pero no una triste, sino de esas que se hacen con abrazo largo y promesa de volver. En el parque tendrá lugar el encuentro de La Duda Metódica por la mañana, un foro que abre el micrófono a artistas y asistentes para hablar de lo vivido, antes de reunirse junto a las migas, las cerezas y la pipirrana, porque no hay clausura más rotunda que una mesa llena.
Todo esto ocurre porque el pueblo lo quiere. No porque venga una productora ni porque lo pida un patrocinador. Aquí son los vecinos quienes ponen las luces, quienes hacen los carteles a mano, quienes preparan el ponche secreto que ya ha reanimado a más de un artista. La cooperativa de cerezas, la asociación de mujeres, la chavalería que embellece el pueblo con instalaciones efímeras, todos reman en la misma dirección. El festival es el pueblo y el pueblo es el festival. En Torres no se ha traído la cultura como se trae un contenedor de fuera. Se ha regado desde dentro. Se ha convertido en forma de convivencia, en proyecto de futuro, en respuesta luminosa a la pregunta de qué puede hacer el arte en un entorno rural. No es casual que muchos de los artistas vengan de Sevilla. El festival se gesta en la ciudad, pero crece entre olivos. Hay una corriente invisible que une el Guadalquivir con estas montañas, la necesidad de pararse, de escuchar, de tocar sin prisa; aquí los músicos bajan el ritmo. En Torres lo saben. Por eso han hecho de su festival algo que no se copia, que suena a lo que son ellos mismos; a futuro sin perder el acento.
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