Una comedia de robos melancólica

The Mastermind | Crítica

Josh O'Connor en una imagen del filme de Kelly Reichardt.
Josh O'Connor en una imagen del filme de Kelly Reichardt.

La ficha

**** 'The Mastermind'. Robos-Road movie, EEUU, 2025, 110 min. Dirección y guion: Kelly Reichardt. Fotografía: Música: Rob Mazurek. Intérpretes: Josh O’Connor, Alana Haim, Hope Davis, Bill Camp, John Magaro, Gabby Hoffmann.

De la misma forma que Meek’s Cutoff o First cow eran antes el esqueleto, el esbozo o la deconstrucción de un western que westerns propiamente dichos, The Mastermind no termina de ser esa película de robos setentera que anuncian sus texturas y su fotografía analógicas para convertirse poco a poco en una road movie sobre los outsiders, desplazados, fugitivos e inadaptados en la Norteamérica resacosa y decepcionada de 1970.

Sigue pues fiel Reichardt a sus personajes incómodos y desubicados socialmente, a su retrato de los márgenes de un país convulso que revive su pasado sin terminar de cerrar heridas. The Mastermind arranca a ritmo de free jazz (Rob Mazurek) entre las salas de un museo de arte contemporáneo de Massachusetts. Allí, una familia parece participar conjuntamente de las estratagemas para el robo de una pequeña pieza de la colección. El plan sale a la perfección, filmado con ralentizado tempo de género pero sin ningún alarde espectacular.

Pronto sabremos que la cabeza pensante de ese y otros robos posteriores es un carpintero en paro hijo de un juez local, un tipo sin sitio ni conciencia al que Josh O’Connor, actor del momento, presta una serenidad rayana en la indolencia y una imprudencia que llegará incluso a los límites de lo miserable. Todo en esta primera parte se sucede entre la comedia en sordina y la banalidad del plan criminal condenado al fracaso.

Pero The Mastermind, decíamos, no es una-película-de-robos. A mitad de metraje, el posible suspense ya se ha disipado, nuestro protagonista se queda solo y sin recursos, rechazado por su propia familia, con la que mantiene una relación ambigua entre las apariencias y el oportunismo, y la película emprende el que parece ya su verdadero camino, ese viaje-escapatoria que, como ya nos habían avisado las noticias de los televisores y la radio, busca levantar acta de un país sacudido por las protestas contra Vietnam y Nixon o la insumisión materializadas en un puñado de amigos, personajes y episódicos que, repartidos entre carreteras secundarias, desvíos, paradas y visitas, conforman el mapa humano que define el clima de desencanto, desarraigo y melancolía de esta pequeña gran película.

Incluso en ese segundo tramo hacia ninguna parte, Reichardt no renuncia del todo a la comedia (física y verbal) o al absurdo del azar como deus-ex-machina en un final memorable, aunque ahora parece interesarle también filmar o reconstruir no-lugares, arquitecturas o rincones de esa Norteamérica de los 70 que pervive en un imaginario tal vez más visual y cinéfilo que real. Y es que The Mastermind tiene mucho más que ver con El espantapájaros que con El caso de Thomas Crown.

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