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Al principio de la muestra de Christian Lagata (Jerez de la Frontera, 1986), un espejo inclinado contra la pared recibe el impacto de una fuente de luz. Es un compendio de su proyecto. Gracias a la luz el espejo recoge la imagen y a la vez los rasgos de quien mira. Las fotografías expuestas tienen esos mismos componentes: la luz, que deja su huella en la cámara, el encuadre, recorte del mundo exterior elegido por el autor, y el autor mismo, sus inquietudes, valores, y sobre todo, capacidad de elección. Porque la cámara, aunque como mecanismo llega donde los ojos no alcanzan, pero al fin y a la postre el fotógrafo rastrea, explora, prueba y después, medita y elige. Sus rasgos están por tanto incorporados a la fotografía que es en sí misma una propuesta, una invitación al espectador para que recurra a su propia capacidad y experiencia y reconozca la poética del encuentro con objetos aparentemente vulgares.
Quizá por eso Lagata añade a la imagen fotográfica el objeto mismo -así, en el caso del tubo de PVC y el ladrillo- o limitarse al puro objeto encontrado, como ocurre con los tres carritos de la compra. Una larga tradición moderna, de Baudelaire al situacionismo, vibra en esta poética del encuentro que es también del instante y que Lagata rememora, ofreciendo, con sus obras, la posibilidad de ejercitarnos en esa misma poética.
Pero la muestra no termina aquí: el instante, el tiempo del paseante, se remansa en la instalación al fondo de la sala, en el cuarto de trabajo. Lugar de estudio, reflexión, invención y sueño, los tres elementos antes señalados -luz, imagen y autor/espectador- adquieren aquí un nuevo valor: lo sugieren dos objetos, el libro y el ordenador, y una imagen, la del vídeo. El filme no es novedoso pero sí correcto y sobre todo posee un notable potencial poético, al hacer sentir el otro tiempo de la imagen, aquel en el que deja de ser sorpresa para convertirse en correlato de vida, en duración, en morada. El proyecto de Lagata toca así dos hilos sensibles, dos tiempos de la imagen, algo parecido a lo que Hitchcock, en clave tragicómica, nos hizo ver en su ventana de atrás.
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