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Crítica de Flamenco

La vida entre pinceladitas

El inicio fue una vuelta a los orígenes. Un acorde de guitarra en las manos de Diego Carrasco. Evocando sus inicios en lo jondo como tocaor para artistas tan distintos como La Periñaca o Morente. Ya entonces se podía intuir la variedad de sus intereses. A solas sobre la escena cantó Septiembre de Pedro ya que se trataba de desempolvar algunas de sus grandes creaciones. Y así, por la escena fueron pasando Pa mi Manuela, Alfileres de colores, Cinco toreros u Oliva y naranja, con el baile de Antonio Canales. Letras bellísimas firmadas por Carlos Lencero o Salvador Madariaga para melodías evanescentes creadas por el de Jerez. Un concepto lúdico de la existencia que se articula sobre el compás de doce tiempos, cantiña y bulería, y los tangos. Pero sobre todo la bulería, una forma de vida, de respirar, para este músico inclasificable, imprescindible. Uno de los grandes. La cosa gana enteros en la intimidad, cuando podemos emborracharnos con la dulce melancolía de sus melodías, con las formas onduladas de los poemas. Pero Carrasco es un ser eminentemente social y pronto por la escena empiezan a desfilar los invitados. Deliciosa la Nana de colores en la voz de Remedios Amaya que nos devuelve el sentido original de la pieza. Muy emotiva la presencia de Alba Molina que evocó los haikus por bulerías de su padre. Conforme sube el ritmo y los decibelios se van perdiendo los matices. Y Carrasco es un artista de matices. De silencios. Pero la fiesta es impagable con el soniquete de Jerez, Lebrija, Utrera. Y Cádiz, en la voz del Selu y con el recuerdo de Camarón y La Perla. También Carmen Ledesma dio su pinceladita. Y así, entre pinceladitas, se nos va pasando la vida.

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