El nocturno despido de Rubi, un entrenador superado por los acontecimientos casi desde el primer día, sólo es una consecuencia más de la pésima gestión del Betis. La velocidad de crucero que había alcanzado el proyecto, en palabras recientes de su presidente, se ha chocado contra la dura realidad del fútbol, donde se manejan unos códigos fuera del alcance de los que no sienten pasión por el balón y sus entretelas.

A la espera de que no haya más sobresaltos hasta el final de la temporada, sobre todo por los deméritos de los equipos que pelean por evitar el descenso, los dirigentes llevan semanas enfrascados en preparar otra huida hacia delante. Si en 2017 se recurrió a un símbolo como Lorenzo Serra Ferrer, que le dio la vuelta al equipo hasta revalorizarlo en tiempo récord, ahora se pretende acudir a un entrenador con currículum, a quien se le otorgarían las llaves de la entidad para que intentase tapar las carencias de aquellos que han vuelto a ser devorados por la casuística del balompié.

Una década después del adiós de Manuel Ruiz de Lopera al bastón de mando del Betis, el club verdiblanco sigue varado en la mediocridad. Los oasis de dos clasificaciones europeas aparecen en el horizonte de estos diez años en los que se enredó en los juzgados para enterrar una caduca gestión unipersonal y pasar el poder a un dúo de empresarios, que, rodeados de esos susurradores que se arriman al poder, vaya éste desnudo o vestido con vales de El Corte Inglés, continuaron con el despilfarro y buscando culpables exógenos a una calamitosa dirección.

Con el aficionado sólo reclamado para que realice su aportación económica al sistema, el destino de la entidad queda en manos de aquellos que gestionaron aquel pacto de la vergüenza con Lopera y Oliver, bajo el eslogan de un Betis de los béticos que ahora se hace más necesario que nunca.