Cuenta el cineasta francés Jean Jacques Annaud que Umberto Eco no estaba muy convencido de que Sean Connery encarnara a su Guillermo de Baskerville en El nombre de la rosa. Sólo una vez habló el escritor con el actor y su conclusión fue rotunda: "Sabe mucho. De fútbol". La típica ironía afectada del intelectual que piensa que el fútbol es para primates. El caso es que el gran intérprete escocés nos brindó otra de sus memorables interpretaciones y que la película, como rara vez sucede, estuvo a la altura de la fantástica novela.
Connery también le dio a James Bond una pátina distinta, de truhán envuelto en señor, que lo acercó al espectador, le hizo cómplice de sus pendencias.
Connery sacaba su vena de matón sin perder la compostura, como hizo Raúl García al agarrarle el brazo a Lopetegui y tirar de él. Mala leche envuelta en buen rollo para que Del Cerro hiciera mutis. Y por supuesto, sin que le enmendara la plana al navarro ninguno de los que vestían de azul noche y fucsia -o algo parecido al fucsia-.
En este Sevilla, hasta los que pueden tener aspecto de haber castigado de niños los tobillos de los profesores para escapar de la escuela por la banda, como es el caso del Huevo Acuña, piden perdón por dar una patada. Y en el Athletic, en cambio, sale una teórica paloma, el menudo Unai Núñez, y lo primero que hace es soltar una destemplada patada al primero que ve.
El Sevilla es muy buen equipo de fútbol. Pero lo mejor que puede hacer el rival es ponerle un espejo para que repare en lo guapo que es y lo encantado que está de haberse conocido. Lo que tiene de buen gusto lo tiene de afectado. Y el primero su entrenador, empecinado en tirar del Mudo. Si el Athletic fue Connery, el Sevilla fue Roger Moore: pura afectación, un mírame y no me toques. El cansancio sonó a excusa preconcebida. En las películas, Moore se salía con la suya protegido por su flor. Pero en la vida, no se tiene tanta flor. Aunque algunos piensen lo contrario.
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