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Análisis

rogelio rodríguez

Manada de irracionalidad y deslealtad

Doscientos jueces y fiscales reclaman en bloque la dimisión del ministro Catalá

Desde que el 26 de abril trascendiera la sentencia sobre el abominable caso de la Manada, la espiral de alteración social, cimentada en los días previos, ha desfigurado conmemoraciones tan asimétricas como el Dos de Mayo o el Día del Trabajo, y ha desmadejado, incluso, el semblante del sistema democrático. La legítima discrepancia desembocó en indignación, que, según y cómo, también es aceptable, pero los indignados se convirtieron en víctimas, sin serlo, y el fundamento se licuó en comportamientos colectivos irracionales, a lo que ha coadyuvado la consolidada insensatez de nuestra clase política, entre la que luce deméritos Rafael Catalá, titular de un ministerio vertebral, como es Justicia, para el que, además de conocimiento, se requiere cordura.

Conste que si yo fuera juez habría calificado de violación sin paliativos lo que el tribunal ha considerado abusos sexuales continuados. La propia certificación jurídica motiva disconformidad al constatar 11 penetraciones de todo tipo a una mujer indefensa, en un portal oscuro, a las tres de la noche, por parte de cinco tipos corpulentos e indeseables. Pero el desacuerdo, que habría que argumentar con hechos que sólo pudo conocer el tribunal, ya que el juicio se celebró a puerta cerrada, no justifica la presente tolvanera de reclutamientos viscerales contra la resolución judicial, asentada, en principio, en el Código Penal; ni, peor aún, la deslealtad institucional de determinados políticos que aprovechan cualquier oportunidad para socavar los otros poderes del Estado.

El rechazo a la sentencia se ha generalizado, casi dos mil psicólogos y psiquiatras han firmado un escrito de censura, se multiplican las denuncias de mujeres víctimas de abusos, el Parlamento europeo ha debatido, por iniciativa de Podemos y PSOE, si la legislación española se ajusta a otras legislaciones en cuanto a delitos por violencia sexual... y el acoso al Poder Judicial ha comenzado a quebrar la estabilidad orgánica. La amenaza es casi tangible: entregar la autoridad al pueblo para que, instigado por justicieros de horca, resuelva litigios a través de las movilizaciones y las redes sociales. Y el pueblo, como dice el notario Ignacio Gomá, "es un ser indeterminado que no responde ante nadie".

En el proceso de la Manada se han conjugado tres variables tremendas: un juicio paralelo de la opinión pública, que dictó sentencia antes que el tribunal; el impresentable e incendiario voto particular del togado que pidió la absolución, y la enorme complejidad del asunto, tanta que hasta una magistrada como Natalia Velilla, ajena al caso, ha confesado su incapacidad para convencer a sus amigos no juristas de que la sentencia sí cree a la víctima y no a los acusados, condenados a nueve años de prisión. Hemos de creer que, con acierto o no, los jueces -salvo uno- han aplicado la ley vigente con la venda en los ojos. La sentencia no es firme, cabe el recurso, y nadie debería ignorar la vieja máxima que reza: "Nada hay más peligroso que un juez con miedo".

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