O Manuel Mulero como le conocen tantos que se paran con él en sus idas y venidas. Le clarean los ojos de una vista ya algo cansada cuando le paran para recordarle que este año, por mayo, coronan a su Virgen. Comienzo así, queridos lectores de este tramo de papel en confianza renovada, porque la edad crecida en torno al amor a nuestras hermandades me convence cada vez más de ir al centro de las cosas. Sobre todo en época -signos de los tiempos- de vorágine mediática que tantas veces nos dificulta pararnos en la medida verdadera. La más auténtica por verdadera y vivida. Cofrades como él serían capaces, les recordamos, de fundar una hermandad o de levantarla tantas veces caída. Son los humildes y sencillos de corazón de los cuales deberíamos recordar siempre sus desvelos y todos sus trabajos. Los que escriben el relato de amor más hermoso que custodia esta ciudad.

Recordamos su bondad gastada en sacar adelante -con tantos apuros- un patrimonio o una mejora. Los que no se han cansado de pedir y de pedir modestamente para la imagen de su devoción. Nuestra Semana Santa, en su verdad más auténtica y por ello más definitoria, contiene todos estos retazos de vidas que la van escribiendo. La vida ante sí. Esto celebraremos. Como estas devociones crecidas desde la ciudad a la provincia, como afluentes de vida que han regado la tierra mojada de lágrimas y acciones de gracias. Como el amor a la Esperanza, abiertas sus manos para aliviar las jornadas de espera desde el pueblo al hospital de su nombre. Como mi vecina, madrugadora cada viernes -todos los viernes- como tantísimos peregrinos para iniciar en el autobús de línea la ruta sacra que le lleva del pueblo al corazón de San Lorenzo y regresar a sus cosas acompañada por la fuente de misericordia de la mirada del Señor.

A lo largo y ancho de nuestras cofradías, tendrán la apertura de emoción y de luz de la ofrenda buena y humilde de estas vidas.

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