Análisis

Joaquín Aurioles

Universidad de Málaga

Política de rentas

Fotografía de archivo de los Pactos de la Moncloa

Fotografía de archivo de los Pactos de la Moncloa

La inflación descontrolada se ha convertido en el centro de todos los debates sobre economía, pero la realidad es que apenas lleva un año por encima del objetivo del 2% y solo seis meses por encima del 5%. Es cierto que ya ronda el 10%, pero todavía muy alejada de cuando se celebraron los Pactos de la Moncloa, en plena crisis de los 70 y superando el 26%. El éxito de aquella iniciativa del gobierno de Suárez en plena transición lleva ahora a reclamar una nueva política de rentas, que es lo que en realidad fueron aquellos pactos.

La política de rentas tiene muchas particularidades y todas, o casi todas, han de funcionar adecuadamente sincronizadas para que resulte eficaz. De entrada, se trata de una política con objetivos a corto plazo, como la fiscal o la monetaria, aunque, a diferencia de estas, no interviene en la economía por el lado de la demanda, es decir, del consumo, la inversión o el comercio exterior, sino que lo hace por el de la oferta. Básicamente consiste en imprimir un ritmo de crecimiento convenido a salarios y beneficios empresariales con el objetivo de que ambas cosas se reflejen en una moderación en el crecimiento de los precios.

Sencilla en teoría, pero compleja en la práctica. El problema es que los trabajadores defienden su poder adquisitivo exigiendo revisiones salariales que incluyan la subida de los precios. Si lo consiguen, los empresarios habrán visto como sus costes aumentan y lo repercuten en el precio de sus productos. El bucle que se activa cuando aparecen nuevas demandas de revisión salarial es la perversa espiral precios-salarios, tan difícil de combatir. Cuando esto ocurre, las políticas convencionales de demanda para rebajar la tensión sobre los precios, es decir, restricciones monetarias y subidas de impuestos, no solo dejan de ser efectivas, sino que pueden terminar provocando un nuevo problema: el desplome de la economía. La conjunción de ambos, estancamiento e inflación, dio lugar al fenómeno de la estanflación, desconocida con anterioridad a la crisis de los 70, y al desconcierto de los responsables de las políticas económicas ante el fracaso estrepitoso de las recetas convencionales.

El camino hacia la solución estaba delante. Había que acabar con la práctica de revisar el crecimiento de los salarios con la inflación del periodo anterior y sustituirla por la esperada en el siguiente. Si los trabajadores aceptaban también se reduciría la repercusión en los precios y se conseguiría quebrar la espiral. Todo cuadraba, pero entonces ¿cuál debía ser el índice de referencia para la revisión salarial? En este punto aparecía el tercer interlocutor imprescindible. El gobierno debería fijar un objetivo de inflación, inferior al del periodo anterior, y trabajadores y empresarios aceptarlo como referencia en la negociación colectiva. Se cerraba el círculo, aunque todavía quedaban aristas por suavizar. Entre ellas, la garantía de cumplimiento del objetivo de inflación, porque, si no se conseguía, los trabajadores se habrían sentido perjudicados y el consenso dinamitado para el siguiente ejercicio.Cuando sindicatos y empresarios aceptaron la propuesta de Fuentes Quintana (UGT la rechazó al principio, pero finalmente también la suscribió), por entonces ministro de Hacienda, la pelota quedó definitivamente en el tejado del Gobierno y del Banco de España, obligados a afinar en sus políticas fiscal y monetaria para cumplir estrictamente con su parte del compromiso. La expresión “apretarse el cinturón” adquiría todo su sentido. Trabajadores y empresarios, conteniendo salarios y precios, el Banco de España recortando el crédito, con la consiguiente subida de tipos de interés, y el gobierno reduciendo drásticamente el gasto público, pero también la presión fiscal.

El éxito de la experiencia invita a repetirla ante el súbito aumento de los precios en lo que va de año, aunque las circunstancias son bastante diferentes a las de entonces. Pese al dato tan elevado del pasado mes de marzo, lo cierto que es que la mayor parte de la tensión se concentra en torno a los capítulos energéticos, sin que hasta el momento se haya incrustado en el conjunto del tejido productivo a través de una espiral precios-salarios. Pero, ¿se dan las condiciones para un pacto de rentas? Sindicatos y empresarios siguen viviendo en un contexto de armonía aparentemente proclive a la aceptación de este tipo de compromisos. El BCE es más problemático porque ha de resolver su dilema de prevalencia entre apoyo a la recuperación y control de precios, para decidir sobre la senda de los tipos de tipos de interés. El Gobierno, por su parte, no muestra por el momento disposición alguna a reducir gastos e impuestos, ni tampoco demasiada voluntad de trabajar firmemente en el cumplimiento de sus previsiones. La conclusión es que la actitud del Gobierno es un serio obstáculo a la posibilidad de un pacto de rentas como solución a un problema de inflación que podría agravarse en los próximos meses.

Los Pactos de la Moncloa, la primera experiencia exitosa de política de rentas en España, se firmaron en octubre de 1977 y facilitaron un conjunto de reformas determinantes del devenir posterior de la economía española. Algunas de ellas recuerdan a la agenda política actual. Por ejemplo, la reforma fiscal de Fernández Ordoñez, también de 1977, vigente todavía en sus elementos básicos y que permitió homologar nuestro sistema tributario al europeo de la época. También un ambicioso programa de recuperación y reforma del tejido productivo destruido durante la crisis de los 70, conocido como “reconversión industrial”, que se inició en 1980 y que hubo que financiarse sin ningún tipo de ayuda externa. Por último, el Estatuto de los Trabajadores de 1980, posteriormente reformado en 1984. Significó la ruptura con el modelo de relaciones laborales de la dictadura y promovió un modelo centralizado de negociación colectiva, elevados costes de despido y empoderamiento de los sindicatos, pero también llevó al mercado de trabajo español a encabezar de forma permanente el ranking europeo del desempleo.

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