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El centro de Sevilla es un gran bar. Somos una gran taberna. El alcalde Juan Espadas se ha revestido de Conde Draco, el simpático vampiro de Barrio Sésamo, y se ha puesto a contar bares en el casco antiguo. Ahora sabemos con precisión lo que todos solamente intuíamos. Un bar, dos bares, tres bares... Suenan truenos y hay destellos de relámpagos en el ventanal del despacho de la Plaza Nueva. No se trata de hablar ya desde la cátedra de la barra con la autoridad de quien pontifica sobre cualquier asunto al mismo tiempo que deja un palillo escobillado. Aquí las cosas se hacen con rigor, ¿verdad don Juan? Como a este alcalde es difícil pillarlo en un bar al ser de ese tipo de sevillanos que no entra casi nunca en las tabernas, lo hemos sorprendido en pleno disfrute con uno de esos informes sesudos que tanto le gustan y que luego cita en los discursos. Nos hemos quedado con la cara más roja que un picudo de los que pueblan nuestras palmeras. El informe de Espadas revela que en cuatro años tenemos un 80% más de bares en el centro, un tabernerío que mueve 125 millones de euros al año, una cifra propia del mercado de fútbol. Nos ponemos a abrir bares con la facilidad del que tira de la anilla de una lata de anchoas. El cursi de turno dirá que tenemos una cultura emprendedora muy focalizada, excesivamente sectorizada. Lo contaba hace poco tiempo un tabernero de una reconocida saga para explicar el fenómeno de la burbuja en la hostelería. No hay dinero más rápido que el que se obtiene en un bar. El cliente bebe, come y paga. La ganancia es inmediata. Por eso el efecto llamada es tan alto. Pocas actividades económicas pueden presumir de un plazo tan corto (casi inexistente) de cobro. Lo difícil de la hostelería no es cobrar las dos cervezas con sendas tapas, sino mantener una clientela fija. Desde fuera se aprecia que un mayor número de bares no supone una mayor calidad en la oferta. Sobran bares, muchos bares, y en cambio se precisan cafeterías, pero cafeterías de verdad. El estudio de Juan Espadas no dice nada de una ciudad que presume de varios puentes, un aeropuerto con conexión directa a Venecia y un patrimonio histórico con las máximas catalogaciones, pero, ¡ahí te pillé!, sin una gran cafetería como estandarte de una hostelería que invite al cliente a permanecer en la estancia, a la formación de tertulias, al fomento de actividades intelectuales, a la contemplación del paisaje urbano desde un ventanal con un periódico o un libro en la mano. Sevilla pareciera no tener clientela capaz de pagar un elevado precio por un café que hiciera rentable ese tipo de negocios que sí tienen muchas otras capitales. ¿Dónde va usted a tomar reposadamente un café en el centro de la ciudad? Piense por un instante. No valen los clubes privados ni los salones de esos hoteles donde nunca hay un camarero dispuesto. Está por investigar, por cierto, el extraño fenómeno de los bares de hoteles, paradores y establecimientos de hospedaje análogos sin personal a media mañana o a media tarde, en esas horas tan apropiadas para la conversación. ¿Cuántas veces no se ha hartado de esperar en la barra de un recoleto bar de hotel para tomar un simple café mientras se entretiene con las etiquetas de los destilados que se exhiben en las vitrinas?

-Mira, tienen Parfait Amur.

-Pero no tienen camarero.

En Sevilla estamos a un paso de fundar un banco malo que absorba la enorme cantidad de negocios de hostelería despersonalizados que han hinchado una burbuja al borde del estallido. En 2014 teníamos 570 negocios de restauración en el centro. Cuatro años después la cifra ya es de 1.002. Todo sevillano tiene en su interior un tabernero como todo español lleva dentro un seleccionador de fútbol. Quizás seamos maestros en montar bares porque somos amantes de lo efímero, lo provisional, lo fugaz. El paisaje de la hostelería sevillana, en el fondo, es un óleo perfecto de Valdés Leal. In ictu oculi. En un abrir y cerrar de ojos se nos llena la ciudad de bares. Cierra un bar, pero abre otro bar. La vida misma. Y el alcalde apuntando para nuestro sonrojo como urbe. Y se nos pone esa cara de mala leche (sin lactosa) como cuando el camarero no nos echa cuenta.

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