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Análisis

Juan Espadas

Alcalde de Sevilla

Salvador in memoriam

El alcalde de Sevilla glosa la figura del dramaturgo del Cerro del Águila

Imagen de Salvador Távora en el año 2000, cuando presentó en Barcelona su espectáculo 'Don Juan en los ruedos'.

Imagen de Salvador Távora en el año 2000, cuando presentó en Barcelona su espectáculo 'Don Juan en los ruedos'. / D. S.

Hay ciudades que, a lo largo de los siglos, han parido hijas e hijos distinguidos en los oficios y menesteres más diversos. Los más preclaros de ésta, Sevilla, lo fueron en las artes y el último de ellos ha sido, sin duda, Salvador Távora.

Los artistas sevillanos más universales se distinguieron también por estar incardinados en un barrio: Velázquez en la Morería, Murillo y Montañés en la Magdalena, Bécquer en San Lorenzo…, barrios que, de alguna manera, añadían elementos importantes a su personalidad. Salvador encarnaba el Cerro del Águila, al que puso en el mapa del parnaso hispalense y del que partió de la nada para mostrar al mundo esencias muy alejadas de los tópicos que habían imperado desde el siglo XIX.

Se propuso y consiguió excavar en los terrenos de la intrahistoria de Sevilla, Andalucía y sus gentes, sacar a la luz el verdadero sentido de muchas de las cosas que las banderas del cliché habían tremolado superficialmente, lo que, en realidad y en esencia, significaban tanto los ritos y ceremoniales que llenan el año en sus días señalados como los usos y costumbres aparentemente intrascendentes pero que, en realidad, guardan vestigios ancestrales.

Porque Salvador no fue únicamente un dramaturgo –su apellido es teatro, son tablas, es cultura– que llevó a sus obras los problemas reales de nuestro tiempo sino que, al mismo tiempo, fue un hombre de acción que, con talante profético, denunciaba los males que acucian al mundo y proponía remedios para eliminarlos.

Salvador encarnaba el Cerro del Águila, al que puso en el mapa del parnaso hispalense

Siempre desde este personalísimo barrio, su creación artística ha sido reconocida nacional e internacionalmente, y cuenta con el absoluto respeto del mundo del teatro, de sus compañeros, y el cariño de sus vecinos. Porque más allá de las tablas –y también desde ellas–, Salvador, hombre socialmente comprometido, activista de esos que realmente remueven y movilizan las conciencias, transmitía cordialidad y bondad.

Un hombre bueno que atraía al mismo tiempo que por su capacidad creativa, por su fuerte personalidad o por su sencillez y cercanía con los que no tenían nada. Una buena persona y eso, ser buena persona, es lo mejor que cabe hoy recordar de alguien que defendía la convivencia, en respeto y la capacidad de avanzar juntos.

Fue ese espíritu el que lo llevó, a principios de los años 70, a descubrir el papel que esta tierra y sus rasgos identitarios podían y debían cumplir en la España que abría las puertas de la democracia y emprendía el camino hacia la igualdad. Salvador es el orgullo personalizado del sentirse andaluz, de ahí que, sin duda, contribuyó a revolucionar nuestra propia identidad como andaluces.

Y ese fue el argumento –el alma de Sevilla y de Andalucía– que durante los últimos 50 años llevó por todo el mundo. El mundo en el sentido más estricto de la palabra puesto que sus obras –las del Teatro la Cuadra– pisaron las tablas de más de 180 países y fueron vistas por 3.000.000 personas.

Hoy Sevilla no despide a su hijo predilecto Salvador sino que lo incorpora a la misma eternidad que ella goza.

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