Hay una tendencia a buscar las raíces de la violencia en cultivos de penuria económica, injusticia y frustración, pensando que un deterioro social prolongado puede convertirse en terrorismo. Incluso hay estudios que encuentran correlaciones estadísticas entre la evolución del precio del algodón en Estados Unidos y víctimas en confrontaciones sociales. Pero esto no es exactamente lo que ocurre ahora con esta forma incomprensible de violencia indiscriminada, apoyada en una interpretación absurda de una religión, que ataca al resto del mundo, incluido y principalmente a los de su propia fe, y cuyos objetivos no son interpretables mediante un razonamiento lógico. Las causas que provienen de guerras locales mezcladas con intervenciones foráneas, sectarismo religioso, regímenes dictatoriales, democracias que dan marcha atrás, no es fácil relacionarlas directamente con los efectos de estos días.

El librito de psicología social de Richard Crisp, de la Aston Business School, resulta abrumador en su repaso a los experimentos controlados realizados por profesionales de la psicología con personas y grupos, en los que a pesar de saber los participantes que es sólo un juego, aparece en ellos lo peor de la naturaleza humana. Porque estudiantes a los que se asigna el papel de carceleros o presos; adolescentes en campamentos, que se dividen en grupos contrarios; personas que se agrupan sin otro criterio que el de lanzar una moneda al aire, pueden mostrar un sentimiento de grupo, de hostilidad hacia el contrario, y de pura violencia, que nos da miedo de nosotros mismos cuando nos sacan de nuestro entorno.

La obediencia para realizar esas atrocidades necesita la influencia de una personalidad autoritaria, que tiene que ser fuerte, muy cercana y persistente. Se señala entonces a otros como infrahumanos -o al resto del mundo- por parte de los que se consideran con supremacía sobre ellos, por lo que su vida no tiene valor y el juicio y las normas morales desaparecen. El grupo -más o menos numeroso, pero minoría al fin y al cabo- encuentra su razón de ser en luchar contra la ficción creada de amenaza del exterior.

La reconducción de situaciones de violencia en experimentos de psicología social se hace forzando prácticas de colaboración entre los participantes, reduciendo los prejuicios que se han formado hacia los otros, y favoreciendo el contacto en trabajos o acciones concretas, significativas y cooperativas. Esto es útil, igual que quitar cualquier soporte religioso que dé alas a la violencia, y exigir transparencia política a gobiernos y líderes religiosos o seculares en los que se apoyan. Pero mientras tanto hay que cuidar lo que Gavin de Becker llamaba "el don del miedo", esa respuesta natural al peligro, que ahora podemos ejercitar protegiendo mejor nuestras calles, reconvirtiendo las policías urbanas haciéndolas más proactivas y vigilantes, dotando mejor a las fuerzas de seguridad. El miedo es peligroso para las emociones, incluyendo las que operan en la vida social y económica, pero muy útil como prevención ante el peligro físico; no en vano esta capacidad de estar alerta es lo que hasta ahora ha mantenido viva la especie humana.

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