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Análisis

rogelio rodríguez

El frívolo de la Constitución

Las demostraciones de insolvencia de nuestros políticos llevan a pensar que todo es irreversible

El destrozo institucional sigue su proceso. Las continuas demostraciones de insolvencia política de la clase dirigente obligan a pensar que la situación es irreversible, al menos mientras permanezca en pie la legislatura más infecunda desde la instauración de la democracia. El país camina al albur de cabecillas que ganan primarias y enardecen a la militancia de partidos endogámicos con proclamas populistas. Poco más. Sus victorias internas nunca son integradoras, y si no lo son en sus propias formaciones cómo van a serlo en la Administración del Estado. El único fin que trasciende es la ocupación del poder con métodos abusivos y arribistas, aunque ello conlleve someterse al chantaje de grupos con ideologías cáusticas y tradicionalmente opuestas. Se puede edulcorar el diagnóstico, pero el resultado de cualquier analítica independiente sólo arroja inquietud.

Gobierno y oposición practican el innoble ejercicio político de las verdades a medias o invectivas oportunistas que contaminan los cenáculos mediáticos -en los que también ya impera la confrontación- y fraccionan la cohesión social. No hay recato, sólo interés partidista y electoralista, que se concreta día tras día en la ligereza opositora de unos y en las propuestas improvisadas, insensatas o tramposas de los que supuestamente mandan, como pretender modificar la Ley de Estabilidad a través de la Ley de Violencia de Género -dos normas tan ajenas entre sí-, en la Comisión de Justicia, donde PSOE y ERC manejan la sartén. Una argucia que ignora la docena de sentencias del Constitucional contra acciones similares.

Y en esta tramoya lucen las martingalas del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, lanzando a la mar señuelos de barro que se disuelven nada más tocar el agua. Qué mayor consideración merece quien, ostentado el poder ejecutivo, hace un uso frívolo de la Constitución y anuncia reformas sin rigor, sin consenso político y sin la participación previa de organismos tan considerados, en apariencia, como el Consejo de Estado, el Consejo General del Poder Judicial y la Comisión General de Codificación. Y, para mayor inri, lo hace de forma equívoca en un asunto que, de entrada, cuenta con tan amplia anuencia como poner fin al insostenible y anacrónico privilegio de los miles de aforamientos, sin parangón en ningún otro país democrático, que distorsionan el sagrado principio de que todos los ciudadanos somos iguales ante la ley.

Pedro Sánchez propuso una modificación exprés de la Constitución durante una conferencia en la Casa de América, como lo pudo hacer rodeado de tertulianos afines en la cafetería del Congreso. Lo hizo motu proprio, pero esta vez no improvisaba. Su objetivo era arrogarse la moción que había presentado Ciudadanos -ésta más ambiciosa, aunque también logrera políticamente- y entintar las otras turbulencias que desacreditan la acción del Gobierno. La reacción fue inmediata. Populares y socialistas se expresan con boca chica, mientras que Podemos y nacionalistas exigen incluir además en la Carta Magna el derecho a decidir y suprimir el aforamiento e inviolabilidad de la Corona. Para ellos, todo vale en sus astrosas pretensiones republicanas y secesionistas.

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