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Oriol Junqueras, Pep Guardiola, Carles Puigdemont, Carme Forcadell y Jordi Sánchez en 2017, en un acto en favor del referéndum de independencia

Oriol Junqueras, Pep Guardiola, Carles Puigdemont, Carme Forcadell y Jordi Sánchez en 2017, en un acto en favor del referéndum de independencia / Toni Albir / Efe

Cataluña vive estos días el fin de la gran ficción. Y toda ficción es una mentira. La fábula ha tocado a su fin. Liquidado el gobierno secesionista por la tocata y fuga de JxCat, esos restos descompuestos de la antigua y extinta CiU, Cataluña entra en un nueva etapa de inestabilidad cada vez más imprevisible y aritméticamente condenada a sumar cero.

Durante años, los partidos independentistas han mantenido un apoyo social electoral notable solo con repetir mil veces la mentira que pretendían para que, con encomiable constancia, se convirtiera en verdad revelada. Convencieron a una buena parte de los catalanes de que la independencia les pertenecía como un derecho divino. Y que aguardaba a la vuelta de la esquina. Mirado con la corta perspectiva que nos permiten los hechos, todo era mentira.

El sueño de la independencia crea monstruos

Ni Cataluña iba a ser independiente, ni Europa la iba a acoger como al hijo pródigo aherrojado a las tinieblas por un Estado antidemocrático e insensible con las identidades ni el empresariado iba a participar de la algarada como si fuera una verbena con banda de música. La independencia no ha llegado ni se le espera, la UE ha sido concluyente contra los intereses y discursos indepes y las grandes empresas catalanas tardaron bien poco en trasladar sus sedes sociales a otras latitudes. Quizás lo único que quede aún flotando en el Paseo de Gracia, donde los participantes de aquellas manifestaciones multitudinarias presagiaban el advenimiento de una nueva nación descontando minutos, sea el convencimiento de que pese a todo son una nación, y una nación que nace desgajándose del antiguo imperio oscuro y cruel existe porque es moralmente superior, culturalmente más avanzada, étnicamente distinta y económicamente sostenible. El supremacismo inherente al nacionalismo y su forma superior de articulación política -el independentismo- siempre alimenta monstruos.

Aquel 27 de octubre de 2017

El derecho a decidir. Claro. La propaganda indepe, moderna y eficaz, acuñó ideas ante las que palidecía cualquier monstruo capaz de negar derechos. Y máxime un derecho, por lo visto, tan básico, como el de decidir. Por ahí se fue montando la pantomima. El Estado español, heredero de la Inquisición, le negaba a un pueblo pacífico, bienintencionado y avanzado algo tan simple como el derecho a decidir. Hubo algunos tontos y desavisados por el mundo que se tragaron el anzuelo. En unos días se cumplen cinco años de la aprobación en el Parlament de la declaración unilateral de independencia, aquel metisaca de Puigdemont. Aquella fue una tarde grande en el Parque de la Ciudadela. La riada humana luciendo estelada afluía por todas las calles.

Familias enteras, autobuses, observadores internacionales, plumillas de las cabeceras más circunspectas de Europa tomando notas, los fotógrafos dispuestos a inmortalizar el momento histórico. La radio tronaba desde temprano; la tele, desplegada. Los mossos con uniforme de gala, los tenderos de los barrios colgando grimpolones. Cánticos y fiesta. El aliento del pueblo para el héroe de Waterloo. El hoy president fugat, al que la independencia le duró exactamente 56 segundos.

Fracaso total

Los independentistas no han conseguido uno solo de sus objetivos, y encima están huérfanos de líderes y de apoyos. Solo el 11% de los catalanes apoya hoy la epifanía del procés, según la encuesta del CEO, e institucionalmente se dirigen hacia otro adelanto de ciclo electoral, que se resolverá con peores números que nunca tanto en las urnas como en el Parlament dada la envenenada dinámica entre ERC y JxC. Se ha demostrado que es imposible que un territorio sea gobernado con la independencia como única agenda política y mucho menos que se quiera dirigir desde Waterloo. Vienen más años perdidos. Oportunidades que seguirán mudándose de territorio. Lo normal sería que los que promovieron aquella ensoñación falsa hoy estuvieran avergonzados. ¿Quién paga ahora estos platos rotos?

Los cooperadores necesarios

Resulta relativamente fácil culpar a los partidos y sus líderes de tanto destrozo. Pero supondría ignorar la simétrica responsabilidad de los propios ciudadanos que alegre y confiadamente compraron tanta mercancía estropeada. Los catalanes que secundaron la vesania indepe han sido cooperadores necesarios de tamaño desastre. Cabe exigir más nivel a quienes se identifican a sí mismo como hijos de un pueblo superior. El anhelo independentista, legítimo siempre que se encauce a través de la propuesta política sin saltarse las leyes y sin utilizar todos los medios públicos a su alcance para la manipulación colectiva, creció y creció espoleado por argumentos emocionales. Sabían que las emociones y no las razones mueven el mundo. El deseo de sentirse parte de algo nuevo, limpio, moderno, con acento propio y encima muy rentable una vez desacoplados de las regiones pedigüeñas, era muy fuerte. Y atractivo: no ser indepe era algo chungo, casposo. Y perseguido.

Una historia a medida

La crisis económica llevó a una parte de la clase media a perder privilegios y haciendas. Aquellos comerciantes y aquella burguesía que fue el macizo de la raza del pujolismo no dudó cuando le prometieron el paraíso y la pela, que ya se sabe que la pela es la pela. El independentismo catalán ha sido el primer experimento populista en la España de hoy. Solo se diferencia de los populistas de manual en la exhibición de una lengua propia y una historia que según la mayoría de científicos fue acuñada para la ocasión. Es imposible no encontrar en la historia de cada pueblo resquicios para enarbolar bandera propia y abrir embajadas. A esos efectos sirve el Cantón de Cádiz, la conquista del Castillo de Albacete por Fernando III de Castilla o la mitológica fundación de Pontevedra por Teucro, sobrino de Príamo y uno de los héroes de la guerra de Troya. Solo es cuestión de ponerse, encontrar la coyuntura, identificar a un enemigo y darle volumen a la TV3 de turno.

Que salgan los arrepentidos

La independencia, la idea del referéndum como un derecho conquistado pese a que no tenía encaje jurídico ni en la Constitución ni en el derecho internacional, prosperó porque tuvo notables cómplices en todas las instancias de la sociedad catalana. Un sinfín de personas se aprestaron a participar de los fastos. Son los que vivieron cómodamente instalados en la ficción durante años, sin ser señalados por nadie, contribuyendo al señalamiento de otros que simplemente pensaban de forma distinta y prestos a recibir su recompensa y sus dádivas una vez alumbrado el nuevo Estado. Mientras, otros abandonaban Cataluña bajo una presión insoportable, muchos profesores veían truncadas sus carreras profesionales bajo el brazo de acero de la inteligencia indepe de las universidades, los empresarios no alineados perdían concesiones y negocios y los Comités de Defensa de la República se encargaban de que la calle fuera suya. La máquina estaba en marcha. El aparato de control del independentismo fue inclemente con los discrepantes.Karmele, Guardiola y el abad de MontserratPeriodistas entregados, medios a sueldo, empresarios que como janos bifrontes con una mano aflojaban la mosca al servicio de la causa mientras que en los cenáculos madrileños se echaban las manos a la cabeza con la locura que estaban organizando aquellos chicos; profesores, intelectuales orgánicos, artistas y payasos, clubes deportivos, Karmele Marchante con la señera convertida en un traje de croché marcando lorzas, el filósofo Guardiola perdonándonos la vida al resto de españoles condescendiente y antipático como él solo, Juanjo Puigcorbé a la espera de su ministerio de Cultura o Mainat el de La trinca que trinca y el abad de Montserrat, que pastoreaba a las almas cándidas con la estelada como estola sacerdotal. Mientras, gente como Isabel Coixet, Serrat, Estopa, Sardá o Boadella sufrían ataques, insultos, desprecios y vacíos. O al juez Llarena le saboteaban su domicilio y le negaban el saludo en su club social. Y a los padres de Albert Rivera les atacaban su modesto negocio de comida precocinada. Qué gran trabajo hizo Cs en Cataluña, más solo que la una con un PSC de perfil y dividido y un PP inexistente. De aquel tiempo brilla la dignidad de Joan Coscubiella, portavoz de la izquierdista Catalunya sí que es pot, ex secretario general de CCOO en Cataluña, autor de un recomendabílisimo libro: “Empantanados: una alternativa federal al soviet carlista” (Península).

Eran los tiempos en los que amigos catalanes contaban cómo solo media familia asistía a la cena de navidad. La sociedad catalana debería mirarse hacia adentro y hacer examen de conciencia. Sabemos quiénes pagaron los platos rotos ¿pero quién asume ese daño nuclear que ha permeado y aún persiste en Cataluña?

Al otro lado de la frontera

Del Ebro para abajo había una España también golpeada por la crisis, con la autoestima por los suelos y siempre enfrascada en procesos autodestructivos -como el cuestionamiento de la transición, las instituciones del Estado o las fortalezas de país, especies agitadas por nuevos actores como Podemos- que debilitaban la posición del Estado. Por esa grieta, aprovechando la crisis económica, la debilidad de los partidos nacionales en Cataluña y apalancados sobre la sentencia del Estatut, colaron la independencia en la agenda nacional hasta drenarlo todo. La independencia era una ficción, pero la crisis era real. Eso es lo que nunca entendió el gobierno de Rajoy, que no puso una sola propuesta productiva sobre la mesa durante cinco años, abonado a la única estrategia de dejar hacer y engrasar el 155.Es cierto que era difícil avanzar con quienes iban a ver al presidente del Gobierno con amenazas: el pacto fiscal a la vasca o la independencia. La responsabilidad del desaguisado es de los independentistas, con el ínclito Artur Mas a la cabeza, quien asustado y acechado por el crecimiento de ERC creyó que lo mejor era ponerse al frente de la manifestación hasta terminar liquidando con deshonor a CiU y parte de su patrimonio personal en fianzas judiciales. No fue culpa del Gobierno de España, pero la forma de afrontar la crisis desde Moncloa permitió que todo se gangrenara. Sencillamente no se hizo política. En la mano una porra y al frente de la porra, el peor ministro de Interior de la democracia: Jorge Fernández Díaz.

¿Y ahora qué?

Lo que ha ocurrido en Cataluña ha sido muy grave y continúa siéndolo porque el problema de encaje en España sigue sin resolverse. Pero que el fracaso de un proyecto alocado y unos métodos ilegales no nos robe la memoria. Ni a ellos: la broma ha agigantado las diferencias económicas con Madrid, el PIB y la recepción de inversión extranjera. Y está bien recordarlo ahora que solo vemos las cenizas y a una Cataluña dañada moral, social e institucionalmente. España necesita a una Cataluña próspera, donde sea posible la convivencia y que vuelva a ser si es que no ha perdido definitivamente esa capacidad el faro de las vanguardias que siempre fue. De los catalanes depende alejarse de los mitos y las enfermedades infantiles. Si no es así, que el último en salir apague la luz.

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