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Análisis

Joaquín Aurioles

El paro y las condiciones de trabajo

El paro registrado se redujo en marzo en 47.697 personas, con respecto a febrero, mientras que los cotizantes a la seguridad social aumentaron en 138.573. Buenos datos, sin lugar a dudas, aunque matizables si se considera que es lo habitual en el mes de marzo. Se trata de un fenómeno estacional que, una vez corregido, reduce el descenso del paro a la mitad (22.112), que sigue siendo un buen dato, a pesar de que en los registros todavía permanecen 3,4 millones y de que la tasa de desempleo es una de las más elevadas de Europa (16,5%, según el INE). Ninguna de estas circunstancias puede ocultar, sin embargo, que se trata del quinto año consecutivo con registros similares en el mes de marzo, a lo largo de los cuales el paro se ha reducido en 1,6 millones de personas.

Con el horizonte objetivo de 20 millones de ocupados en 2020, es razonable admitir que la economía española podría estar desprendiéndose de su principal maldición de las últimas tres décadas, su manifiesta incapacidad para luchar contra el desempleo estructural, a cambio de aceptar el nuevo estigma de la precariedad laboral. Más empleo, pero a costa de un notable deterioro de las condiciones de trabajo.

El primer factor explicativo de la persistencia de la precariedad, a pesar de la creación de empleo, es la magnitud del desequilibrio en el mercado de trabajo. La oferta (22,7 millones, según EPA) sigue siendo muy superior a la demanda (19 millones), debilitando la posición negociadora de los trabajadores sobre las condiciones que imponen los empleadores. Un segundo factor es la propia reforma laboral del Gobierno, cuyo principal objetivo ha sido introducir flexibilidad en el mercado de trabajo, considerando que, en situaciones de crisis e incertidumbre, el abaratamiento y la simplificación de las formas de contratación y despido favorece la creación de empleo.

El resultado ha sido contundente. El número de ocupados aumentó en 1,8 millones (un 10,9%) entre el cuarto trimestre de 2013 y el de 2017, mientras que el de parados se redujo en 2,2 millones (un 36,5%). Pero también es significativo que, a pesar del aumento de la ocupación, la participación de los salarios en el PIB apenas haya crecido tres décimas durante el mismo periodo. La economía española ha conseguido, por fin, encontrar la fórmula que le permite crear empleo, aunque corriendo el riesgo de adentrarse por otros caminos indeseables. El Libro Blanco sobre el Crecimiento, la Competitividad y el Empleo señalaba en los 90 que la creación de empleo en la Unión Europea aconsejaba reducir los costes no salariales (impuestos sobre los salarios y cotizaciones) para desincentivar la sustitución del trabajo por capital, la economía sumergida y la deslocalización industrial. Un planteamiento discutible porque, según la OCDE, entre los países con costes no salariales más elevados están algunos con menor tasa de paro y mayores niveles de productividad, como Bélgica, Alemania, Francia, Austria o Finlandia. En España, no obstante, hemos decidido llevar la receta hasta sus últimas consecuencias, recortando tanto el componente salarial como el no salarial de los costes laborales.

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