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Análisis

manuel gregorio gonzález

El Quintero

Mediante una técnica, borgiana de la omisión, arrancó entrevistas incómodas y fascinantes

Jesús Quintero en una conferencia en la Universidad de Huelva, en 2008

Jesús Quintero en una conferencia en la Universidad de Huelva, en 2008 / Alberto Domínguez

Alguna vez le mencionamos, en la tertulia de Robles, su aspecto vagamente oriental y su parecido con el coronel Gadafi. A lo cual el Quintero, el periodista Jesús Quintero, respondía con una mordacidad rauda y sentenciosa, pero siempre en voz baja y cogiéndote amistosamente del antebrazo, como un improbable "capo" de San Juan del Puerto. Hace poco supimos de su ingreso en una residencia onubense (aunque de cierta edad, Quintero gozaba de una robusta mala salud, según señalaba con admiración su guionista de muchos años, el poeta Javier Salvago), de modo que no esperaba uno este mutis urgente del Quintero por la escotilla del siglo XXI, y sí un lento crepúsculo, junto al océano Atlántico, más ajustado a su figura excesiva, distante y melancólica.

Con esto no quiero decir, en modo alguno, que uno haya sido amigo de Jesús Quintero. Al Quintero -al Loco, al Perro Verde-, lo traté en numerosas ocasiones, siempre alrededor de una mesa, en esa hora mayor de la civilización que es la del vino y los manteles. A veces se tomaba, sencillamente, una infusión. Y otras no se tomaba nada, porque lo que quería, porque a lo que venía Jesús, era a hablar, a conquistar, a seducir a una audiencia renuente. Visto con cierta distancia, entiendo que los famosos silencios de Quintero son la contraparte de una espléndida y elaborada oratoria, con algo, mucho, de vitriolo, cuyo objetivo común era el de conducir a su interlocutor a donde no quería: bien fuera a una opinión discutible, a la admiración que se le negaba o a una confesión postrera y claudicante (Quintero fue el gran confesor laico de los 80, que extraía una verdad perpleja de sus entrevistados, amedrentándolos con su terrible silencio de estatua egipcia). Mediante esta técnica borgiana de la omisión, Quintero armó programas y arrancó entrevistas incómodas y fascinantes. Y fue este uso agudo y ceremonioso de los silencios, atalajado por volutas de humo, el que acaso lo desplazó ad perpetuam de la televisión, donde los tiempos y los recursos lingüísticos son ya definitivamente otros.

De aquel Quintero que conocí, durante muchos años, lo más destacable no era su desenvoltura de pícaro onubense, que pronunciaba con unción las palabras. No. Lo más reseñable fue la gracia natural -él diría "el ángel"- con que contaba, irreprochablemente, una buena porción de historias, desde aquel lugareño que le robó el reloj al rey, hasta el centelleo senequista y disparatado del Beni de Cádiz. Quintero, como digo, era un narrador excelente, cuyos silencios no fueron sino otra forma de dosificar el idioma, ejercicio al que se dedicó de modo prominente. Pero no porque Jesús Quintero fuera un escritor de mérito. Sino porque siempre escogió, con enorme perspicacia, a sus guionistas. Y eso es otra forma indiscutible de talento. Jesús Quintero, en fin, amaba con violencia su oficio. Y es a ese amor abrasivo, mayúsculo y conmovedor, al que van dedicadas estas líneas. Que la tierra, su amada tierra andaluza, le sea leve.

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